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El primer punto del orden del día

Desde la crisis del 2007/2008 hemos asistido a numerosos conflictos sociales en diferentes latitudes. En el Estado español hemos visto el movimiento de los Indignados, Las Marchas de la Dignidad, alguna huelga general, numerosas contiendas electorales, las jornadas del 1º de Octubre en Catalunya, una masiva manifestación feminista el 8 de marzo de 2020 y de manera casi ininterrumpida a lo largo de la década miles de conflictos laborales en diferentes empresas. A esto sumamos las numerosas convocatorias en diferentes pueblos y ciudades en solidaridad con Pablo Hasél. Todos estos conflictos son un síntoma del descontento. Son actos de resistencia. Actos que en ningún caso debemos verlos como momentos aislados sino dentro de la totalidad.

Otras efemérides: El 18 de marzo de 2021 se conmemorarán 150 años de la Comuna de París. En 2017 se conmemoraron 100 años de la Revolución Bolchevique y en 2019 se celebraron 60 años de la Revolución Cubana. Tres hitos del movimiento obrero en tres latitudes diferentes separados que sucedieron aproximadamente cada 50 años. La intención de este breve artículo es comenzar a preguntarse si un tema tan importante como la revolución tiene o no actualidad hoy.

Hace ya más de un siglo que el sistema capitalista se encuentra en su fase imperialista. En este punto parece haber acuerdo y mucha tinta derramada. Sabemos que la aparición de la pandemia aceleró y profundizó muchos de sus los rasgos del capitalismo actual (concentración de capital, importancia creciente de las altas finanzas, neocolonización, etc.), sobre este punto tampoco hay muchas dudas. Ahora bien, la pregunta que entonces habría que hacerse es si son solamente cambios cuantitativos del desarrollo “normal” del capitalismo, o prefiguran acaso la venida de un nuevo periodo capitalista e imperialista. A pesar de que a menudo se asevera que estamos ante la fase terminal del capitalismo no se suele aclarar cuándo ni cómo ni qué sujeto le dará el tiro de gracia (ni hablar del modelo organizativo necesario para tumbar este sistema). Se suele obviar la pregunta clave: ¿los antiguos métodos de lucha de nuestra clase son válidos para hacer valer nuestros intereses de clase en medio de condiciones diferentes?

Desde hace décadas asistimos a una creciente complejización de la sociedad y de los problemas. Y, por si no fuera poco, un factor exógeno como la pandemia ha venido a acentuar aún más los rasgos depredadores de este sistema. Es difícil no padecer en carnes propias algunos de los siguientes aspectos: el aumento de la desigualdad, el empobrecimiento, la opresión de género y racial; la fragmentación de la vida, el aislamiento y la exclusión que propicia el uso de la tecnología bajo este sistema; el cambio climático y la destrucción de los ecosistemas; aumento de la represión policial y el autoritarismo institucional; incertidumbre frente al futuro inmediato; conflictos territoriales y crisis de gobernabilidad.

Aunque a menudo se olvide, en nuestra miseria como clase trabajadora coexiste la miseria como tal junto al elemento potencialmente revolucionario que puede servir como palanca para revertir la situación. No se trata de “cuanto peor mejor” sino de tener presente que en la conciencia de esta coexistencia, de esta dualidad, está nada más y nada menos que el germen de la revolución. Sin embargo, como sabemos, los fundamentos de la sociedad burguesa han calado tanto en la mayor parte de la clase trabajadora que en el imaginario colectivo resultan indestructibles, hasta naturalizados. Ese es el gran éxito del capitalismo y la más grave derrota de clase, que legitima claudicaciones o traiciones bajo frases tan comunes como “la gente no hace nada” o “los obreros ahora son de derechas”. En esta línea, para una inmensa mayoría de militantes de izquierda la revolución solo es factible cuando las masas están dispuestas a luchar en las barricadas. Este es, además el caldo de cultivo perfecto para la socialdemocracia que ve en esas frases catapultados sus deseos de orden y status quo. Por más que el resquebrajamiento del sistema sea tan evidente, la aceptación del capitalismo como inevitable permite la eterna vuelta al estado “normal” de cosas. Esta misma socialdemocracia contribuye a asentar el “relato” de que las explosiones sociales no son más que episodios pasajeros o una rebelión irrazonable de mujeres y hombres poco serios contra el capitalismo invencible y el patriarcado natural.

Ante este contexto de aparente triunfo del Gran Hermano debemos preguntarnos ¿qué sentido tiene seguir adhiriéndose al materialismo histórico si no contemplamos la actualidad de la revolución? ¿acaso este método no es la teoría de la revolución de la clase trabajadora y su esencia constituye el resumen conceptual de ese ser social que produce al proletariado y determina su entera existencia? ¿No es ahí donde la clase trabajadora que lucha por su liberación encuentra una clara conciencia de sí misma? La grandeza de las militantes revolucionarias se mide en consecuencia por la profundidad y envergadura de su visión de los problemas antes citados. Se mide asimismo por la intensidad y justeza con que es capaz de percibir correctamente, detrás de los fenómenos de la sociedad burguesa, las tendencias revolucionarias que se pueden esconder entre nuestra miseria.

Quienes militamos activamente asistimos a numerosas reuniones o asambleas. Cada una de estas tiene su orden del día según el contexto, el calendario o la actualidad del momento. Un conflicto en una empresa, la independencia, una contienda electoral, una agresión machista, la construcción de una central nuclear que pone en riesgo la vida de una población entera, una agresión fascista, la represión policial, una agresión homófoba  o xenófoba. Todos temas importantes y actuales. Hay dos maneras de abordar estos conflictos: desde un punto de vista aislado o desde un punto de totalidad.

Al abordarlos desde un punto aislado, como suele ser la norma, corremos el riesgo de que el sistema nos asimile. Permanentemente vemos cómo luchas loables y heroicas acaban siendo diluidas y amputadas de su radicalidad. Hemos visto cómo este sistema asimiló la incorporación de las mujeres al mercado laboral, cómo intenta desdibujar al movimiento ecologista e imponer un capitalismo verde, cómo permite la organización y lucha sindical dentro de los márgenes constitucionales. La burguesía asume estas demandas mientras mantiene a esa misma clase trabajadora en la miseria. Queremos luchar contra semejante juego trilero ¿pero de qué manera? Sabemos que la incorporación de las mujeres al mercado laboral es un avance, que la organización en un sindicato es un progreso respecto a otras épocas, que el desarrollo de nuevas fuentes energéticas menos agresivas con el medio ambiente es algo muy positivo. No queremos retroceder sino que lo que queremos es avanzar desde y a través de estos progresos hacia el socialismo. Se trata de desfragmentar las luchas y analizarlas, sistemáticamente, en relación directa con el objetivo claro de la revolución. Solo la relación de las acciones aisladas con este punto central, que no puede ser encontrado sino mediante el análisis preciso del conjunto histórico social, hace que las acciones aisladas sean revolucionarias o contra revolucionarias. Si ese orden del día lo elaboramos bajo la nota dominante de la revolución, el horizonte puede ser otro. Dicho de otro modo, esto significa que cada cuestión actual debe ser, a la vez, un problema fundamental de la revolución socialista no dogmática.

La incertidumbre es la cotidianidad que condiciona todos los aspectos de nuestras vidas. La realidad se nos presenta como un cúmulo de problemas desconectados entre sí. Particiones de un todo que no vemos. Átomos de una célula que no logramos nombrar. Todo parece estar desordenado. La revolución se presenta como un acto de ordenamiento no sólo a través de artículos sesudos o tertulias interminables sino en el día a día de nuestras organizaciones. Como primer punto del orden del día de cada reunión.

(Artículo aparecido en Canarias Semanal, el 18 de febrero de 2021)

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