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La OTAN mira hacia América Latina

La Organización del Tratado del Atlántico Norte —OTAN— se dirige imparable hacia aguas septentrionales, toda vez que Colombia ya forma parte de la organización —como socio—, y tanto Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, como Donald Trump ya anunciaron en abril de este 2019 que Brasil contaba con muchas opciones de ser el siguiente país en obtener el estatus de «socio global» de la Alianza. Movimiento que se ha visto reforzado por el acuerdo alcanzado por Estados Unidos con Argentina, Brasil y Paraguay en materia antiterrorista. Decididamente, la OTAN y Estados Unidos han virado hacia el Sur de América.

En este movimiento de integración de países latinoamericanos en la OTAN falta por resolver una cuestión que finalmente puede demostrarse como capital: la obligación de defensa de los miembros. Se trata del artículo 5 del Tratado Atlántico, el cual permite a los países miembros solicitar apoyo para defenderse. Hay que recordar que «socio global» es un estatus inferior al de «miembro» que ya ostentan países como Japón o Nueva Zelanda, pero superior al acuerdo bilateral entre la OTAN y otros países, como el caso de Argentina, que se convirtió en 1997 en «aliada importante extra-OTAN», por lo que en teoría la invocación del artículo 5 no sería posible.

Sin embargo, no es descabellado que llegado el caso esta dificultad teórica se sortee con una profundización del estado de «socio global» hacia una nueva figura que sin llegar a la categoría de «miembro», que por cuestiones geográficas los países latinoamericanos no pueden ostentar, permita una integración global. Tampoco es descartable una modificación del tratado o la creación de una nueva organización internacional que supere las alambradas geográficas que retienen a la Alianza Atlántica.

Antecedentes, los virajes de la Alianza Atlántica

No es la primera vez que la OTAN se dirige hacia territorios en teoría alejados de las coordenadas y misiones en las que debería maniobrar y ello no es casualidad.

A principios de los años noventa, cuando el bloque soviético se hundió, pareció que la organización estaba condenada a la disolución, pero un golpe de timón la dirigió hacia un nuevo objetivo: el terrorismo. El giro no fue casual, nunca lo es. La guerra, aun derrotado el enemigo, el Oso Soviético, debía continuar, como el show, porque el negocio nunca fue la libertad, ni mucho menos la democracia que se golpeaba cuando interesaba en operaciones por todo el planeta —recuerden a Kissinger—, el negocio era la compra-venta de armas y la sumisión colonial de los europeos —denominados ‘aliados’—. Ya lo advirtió el trigésimo cuarto presidente de los Estados Unidos, Dwight D. Eisenhower, en su discurso de despedida de la presidencia, el 17 de enero de 1961: «Debemos cuidarnos de la adquisición de influencia injustificada, tanto solicitada como no solicitada, del complejo militar industrial».

Fue entonces cuando, primera década del siglo XXI, se encontraban reunidos en una empresa industrial y en un mismo hotel de lujo las familias de los grandes enemigos del planeta —Bush y Bin Laden— mientras las torres gemelas colapsaban. Ello permitió a estas familias ganar millones de dólares con la venta de multitud de armamento, como los blindados Bradley, y a la OTAN apuntalar su supervivencia.

Además, la guerra contra el terrorismo tuvo el efecto de inundar Wall Street, la industria armamentista, los paraísos fiscales y el mercado negro de dólares y armas, según conviniera. También tuvo un efecto a nivel mundial: millones de muertos y decenas de millones de desplazados y refugiados.

Sin embargo —o precisamente por ello— la circulación de armas, la extracción de capitales y la crisis humanitaria no evitaron la crisis. Con ella llegó el despertar del Oso Ruso y el amanecer de China, que unidos a la previsible extinción del petróleo en unas pocas décadas supusieron un terremoto en el tablero geopolítico. En este nuevo contexto, la OTAN —que había pasado de guerrear por la libertad y la democracia mientras sus amos derrocaban gobiernos a convertirse en la policía del mundo mientras sus amos seguían derrocando gobiernos— volvió a perder su sentido. El Atlántico Norte quedaba bastante distante de casi todo, hasta de Rusia, que lejos de ser un enemigo, por mucho empeño norteamericano en la cuestión, la mayoría de los países de Europa —y miembros OTAN— lo consideran estratégico. Un potencial socio estratégico.

Con el fin del predominio del petróleo, que a nivel comercial debería producirse entre 2040 y 2050, y los ‘socios’ europeos amenazando rebeldía por el comportamiento norteamericano con rusos o iraníes, la OTAN necesitaba un nuevo sentido. Una nueva metamorfosis. Y decidió que su nuevo objetivo sería América Latina.

América Latina y el Caribe, el nuevo objetivo de la OTAN

Perdida la influencia en Oriente Próximo, donde Rusia y China ya discuten abiertamente el liderazgo de la región —especialmente desde el derrocamiento del Estado Islámico y el fortalecimiento de Siria—, y sublevada y tentada Europa, pues China pugna por el control económico y Rusia es esencial en el suministro energético y la articulación de Eurasia, volver a controlar el jardín americano se antojó crítico, especialmente porque en las últimas dos décadas una primavera progresista amenazó con independizar la región de forma definitiva. Perder Oriente Próximo y América Latina y el Caribe sería dramático y definitivo para Estados Unidos, toda vez que el Magreb ha quedado convertido en interminable incendio que nadie parece controlar por mucho que Estados Unidos intente que el poder caiga, como suele convenirle, en manos de asesinos —Jalifa Hafter en Libia es un ejemplo de ello—.

Por todo ello, la retirada de tropas de Estados Unidos de Oriente Próximo y la concentración de esfuerzos en el derrocamiento de Venezuela y la asfixia de Cuba en una Mini Guerra Fría parece haberse convertido en el próximo objetivo. Primero fue Colombia la que se adhirió a la OTAN, luego fue tentada la Brasil del ultraderechista Bolsonaro y finalmente ha llegado el acuerdo terrorista con Argentina, Paraguay y la ya mencionada Brasil. La lucha por la libertad, la misma que terminó con el gobierno y la vida de Allende en detrimento del genocida Pinochet, ha resurgido con fuerza en América Latina.

Está en juego la libertad de poner y quitar gobiernos en función de intereses empresariales norteamericanos; la libertad de saquear países y pueblos para que cada vez la concentración de capital sea mayor; la libertad de obligar a los países a gastar en armamento el 2% del PIB, el 4% o lo que se tercie, siempre a mayor beneficio del complejo industrial-militar norteamericano; la libertad de convertir Venezuela en un estado fallido para quedarse con su petróleo y sus riquezas; la libertad de condenar a Assange y proteger a los aliados que descuartizan periodistas; la libertad de someter y pervertir las democracias para transformarlas en modernos regímenes autoritarios… En definitiva, la libertad con mayúsculas. El neoliberalismo. La globalización.

Está en juego América Latina y el Caribe. Y su futuro.

(Publicado originalmente en RT, el 23 de julio de 2019)

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