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No llores por mí Occidente. ‘Morituri te salutant’

Si los afganos conocieran esta canción de Paloma San Basilio y esta fórmula de los gladiadores romanos (algunos las conocerán, creo que la mayoría no) bien podría ser su irónico saludo a sus hasta hace bien poco “protectores”.

Las dos guerras que Estados Unidos emprendió en Afganistán hace ya veinte años, la de octubre de 2001 para destruir a Al-Qaeda y expulsar al Emirato Islámico (los talibanes) del poder y la iniciada a lo largo de 2002 y 2003, con el apoyo de la OTAN, para “democratizar” y “desarrollar” el país, han supuesto un enorme fracaso.

Al-Qaeda sigue vivita y coleando. Y nunca mejor dicho “coleando”, ya que sus tentáculos se han esparcido por el mundo en multitud de grupos armados inspirados en ella, en su ideología islamista yihadista y en sus modos y métodos de acción y propaganda. Incluyendo a aquellas organizaciones y movimientos que, como el Califato Islámico (ISIS) y sus adláteres repartidos también por el resto del mundo, combaten, física o ideológicamente, contra ellos como competidores en el mundo del yihadismo islamo-salafista.

El Emirato Islámico acaba de reconquistar el poder tras veinte años de una guerra en la que ha acabado venciendo.

Y Afganistán ni está democratizado ni desarrollado, ni lo ha estado nunca a lo largo de estos veinte años. La ficción política de que había democracia porque había elecciones, partidos o facciones políticas y sistema judicial a la occidental solo resulta creíble si se prefiere o interesa creerlo. Todo, como se lleva viendo desde hace ya bastante tiempo, no era sino un entramado basado en la corrupción más rampante y explícita. Corrupción para nosotros, los occidentales; para los afganos, quizás solamente continuación de costumbres y prácticas tradicionales. Por eso quizá les llamamos “señores de la guerra” a quien en nuestra edad media llamamos “señores feudales”, es decir, la típica estructura de los llamados Estados patrimoniales.

Un simulacro de democratización, con su correspondiente puesta en valor de los derechos humanos, que apenas rozaba al mundo rural (entre el 70% y el 90% de la población, según distintas fuentes utilizando diferentes parámetros) y a los segmentos más desfavorecidos de la sociedad (de nuevo, mantenimiento del Estado patrimonial). Un solo dato, en todos los años de “democratización occidentalizadora” solo el 10% de los casos se resolvieron a través de los escasos órganos (judiciales y políticos) del (nuevo) Estado, el 90% restante mediante sometimiento voluntario a los órganos de la justicia tradicional1.

Tampoco está desarrollado. Tras veinte años de “construir Estado”, las agencias económicas internacionales nos dicen que Afganistán es uno de los países más pobres del mundo (unos 500 dólares de rente per cápita), que dos de cada tres afganos siguen viviendo con menos de dos dólares al día, que el analfabetismo alcanza al 50% de la población y que el 43% del PIB afgano sigue dependiendo de la ayuda internacional.

Y que la situación actual, tras la retirada occidental, es que no hay dinero efectivo (liquidez) en los cajeros ni en los bancos por lo que las familias no tienen acceso a los bienes (cada vez más caros) que aún circulan, ni pueden ser pagados los salarios de funcionarios y trabajadores. Todo ello en coincidencia con una fuerte sequía, que afecta sensiblemente al mundo rural, que debido a su economía de trueque y abastecimiento local, podía estar más resguardado de la crisis. Y que los centros de salud están paralizados por falta de material. Y que uno de cada tres afganos está en condiciones de inseguridad alimentaria. Y que sigue habiendo tres millones y medio de desplazados internos.

Una situación, ante la cual empiezan a oírse voces de alerta. La representante del secretario general de la ONU para Afganistán, Deborah Lyons, ha pedido al Consejo de Seguridad que se les dé una oportunidad a los talibanes, que el dinero siga fluyendo a Afganistán y que se desbloquen los fondos asignados a este país para evitar una crisis que haga retroceder a Afganistán décadas. El propio secretario general de la ONU, António Guterres habla de probable “catástrofe inminente” y  de “bancarrota” debido a la conjunción de la congelación de fondos y de la pandemia.

Y sin embargo, para sorpresa de quien quiera todavía sorprenderse a estas alturas, nada más tener que abandonar el país, los países hasta ese momento autoproclamados “protectores” de los afganos y adalides de los Derechos Humanos (¿también de los económicos y sociales?), de la Seguridad Humana y de la Responsabilidad de Proteger (¿solo mediante la acción armada?) deciden retirar toda su Ayuda al Desarrollo e incluso impedir que llegue la de ciertas organizaciones internacionales, de las que son los principales agentes porque son sus mayores contribuyentes. Y deciden destruir la viabilidad del aeropuerto de Kabul -en un impecable cumplimiento de la doctrina militar para las retiradas- principal vía de posible entrada de suministros; para inmediatamente después exigir su reapertura para poder seguir evacuando a sus conciudadanos y colaboradores; mientras acogen con frialdad la oferta talibán de mantener buenas relaciones con todos los países, incluidos los occidentales.

El Banco Mundial, no solo uno de los principales donantes de Afganistán, sino que es quien gestiona el Fondo Fiduciario para la Reconstrucción de Afganistán, creado en 2002, que reúne a los principales donantes (Estados ye instituciones) y que coordina los programas de ayuda presupuestaria y los planes de inversión, congeló sus fondos para Afganistán el 24 de agosto de 2021 nueve días tras la caída de Kabul.

El FMI ha suspendido el desembolso de los 440 millones de dólares que correspondían a Afganistán este año como compromiso de su programa de ayuda humanitaria.

Estados Unidos tiene atesoradas y retiene las reservas de divisas del Banco Central de Afganistán (unos 9.400 millones de dólares, equivalentes a las importaciones afganas durante año y medio) en su Reserva Federal.

Y, como colofón, estos mismo países, hasta ahora autoproclamados garantes de la seguridad humana de los afganos, han empezado a poner límites y problemas a la acogida de refugiados afganos y a lanzar propuestas de “refugiados a cambio de fondos” a los países vecinos de Afganistán y otros del tercer mundo. Inmigrantes no, solidaridad sí, con lo que nos sobra: dinero. Trueque: financiación por derechos humanos.

Y todo ello, mientras sus políticos y medios de comunicación nos recuerdan cada día las desgracias que van a caer sobre el pobre pueblo afgano (y especialmente sus mujeres) bajo el fanático régimen talibán. Y organizan una nueva Conferencia Internacional sobre Afganistán -celebrada en Ginebra el pasado 13 de septiembre- en la que Estados y organizaciones internacionales se han comprometido a proporcionar en los próximos años 600 millones de dólares (otras fuentes hablan de 930 millones), ni la décima parte de las reservas de divisas del Banco Central afgano que la Reserva Federal estadounidense retiene. Compromiso que, a pesar de todo, el nuevo y agobiado financieramente Gobierno del Estado Islámico se ha apresurado a calificar de “paso positivo” al tiempo que ha pedido “disminuir la presión política y financiera sobre el país”.

De modo que, ‘no llores por mí Occidente, morituri –esuriens- te salutant’2.

(Publicado en Nueva Tribuna, el 15 de septiembre de 2021)


  1. Berenguer López, Francisco, Tesis Doctoral El enfoque integral en la reconstrucción de Estados y su aplicación a Afganistán, 2020, p. 530. 

  2. Los que van a morir –hambrientos- te saludan 

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