El Cabo Santos y la cúpula militar
Cayó en mis manos un folleto que informaba de la expulsión del Ejército del Cabo Santos, Presidente del Colectivo Republicano de Redondela, por haber firmado un escrito, junto a otros militares, rechazando la figura del dictador Franco y añadiendo a su firma la expresión “salud y república”.
La reacción castrense se basa en el pretendido carácter apolítico de la institución militar, que el hoy ya civil Marco Antonio Santos habría conculcado al suscribir un texto que no era sino reacción frente a un manifiesto respaldado por gran cantidad de militares, muchos de ellos de alta graduación, en activo y en la reserva, defendiendo el “honor” del militar Francisco Franco, cuyos méritos en el campo de batalla van desde la represión contra el pueblo rifeño y el aplastamiento sangriento de la revolución de Asturias hasta haber ganado una guerra (la única victoria en siglos por parte de este Ejército), contra su propio pueblo. Pero esto no es política; ya lo dijo el tirano; “haga como yo, no se meta en política”. El Cabo Santos desoyó tal consejo y ha sido sancionado.
También hicieron oídos sordos a la recomendación de su escremencia los hoy olvidados militares de la UMD (Unión Militar Democrática) que, en la primera mitad de los años 70 del pasado siglo e influenciados por los capitales de Abril de Portugal, crearon una organización clandestina en las entrañas de la bestia, lo que dio lugar, tras su apresamiento, a la expulsión del ejército tras un Consejo de Guerra que dio lugar a sentencia condenatoria dictada en marzo de 1976.
Huelga decir que los pactos de la transición mantuvieron el apartamiento del Comandante Otero y sus compañeros de aventura de la institución castrense.
En cualquier caso, poca sorpresa pueden causar sucesos como estos: la idea de democracia en el ejército es ilusoria puesto que siendo el Estado el instrumento de opresión de una clase sobre otra, el ejército permanente y la policía son los instrumentos fundamentales de la fuerza del poder del Estado. Pretender otra cosa por parte de personas bienintencionadas denota una patente ingenuidad. Si no, que le pregunten a Evo Morales, ya que a Salvador Allende ya no se le puede preguntar nada, puesto que pagó con su vida el error de pensar en un ejército neutral y respetuoso con el proceso social que se estaba dando en Chile.
Pero es que, además, en el Estado español se da la circunstancia de que el Ejército es ideológica y biológicamente heredero del que ganó la cruzada de 1936-1939, algo que periódicamente se encargan de recordarnos cuando suscriben un panfleto ensalzando a Franco ante la afrenta de su exhumación o cuando hacen declaraciones sugiriendo la “intervención” en Catalunya, receta que antes preconizaban para el País Vasco.
Ejemplo de ello son las declaraciones del Coronel Alamán en enero de 2016, en entrevista publicada en la web fascista Alerta Digital, titulada «¿La independencia de Catalunya? Por encima de mi cadáver», en la que se vertían perlas como «Aunque el león parezca dormido, que no provoquen demasiado al león, porque ya ha dado pruebas sobradas de su ferocidad a lo largo de los siglos. Esa gavilla es muy poca cosa si se le planta cara» y «Los militares hicimos un juramento sagrado: cumplir el ordenamiento constitucional que consagra la unidad de España como principio irrenunciable. También juramos defender su integridad territorial hasta con nuestras propias vidas». Ni que decir tiene que el bizarro coronel no ha sido expulsado del ejército, al contrario que Santos, tal vez porque a la postre se ha limitado a expresar, si bien de un modo abrupto, lo que señala el art. 8.1 de esa Constitución que no se puede cuestionar, en cuanto al papel de las fuerzas armadas para garantizar la “indisoluble” unidad de la nación española.
Desde el poder se llevan muchos años haciendo ímprobos esfuerzos por embellecer la imagen de la milicia; desde poner el énfasis en el carácter humanitario de la presencia de más de 2.500 militares y guardias civiles en cuatro continentes, según datos del propio Ministerio de Defensa, en lugares que van desde Líbano e Iraq hasta Malí, República Centroafricana o Senegal, pasando por Colombia, enmascarando como cooperación lo que no es más que apoyo y participación en la defensa de los intereses norteamericanos y europeos, particularmente los franceses (lo que en terminología clásica se llama imperialismo), hasta la creación de la Unidad Militar de Emergencias, destinadas a actuar en caso de catástrofes, inundaciones, incendios, etc., creada el año 2005 por el Gobierno Zapatero, que ha sido tal vez la iniciativa mas exitosa desde el punto de vista propagandístico, toda vez que es una necesidad contrastada atender las catástrofes que se producen habida cuenta de la paulatina reducción de los servicios contra incendios, de protección civil, etc., que como el resto de servicios públicos se ve afectado por un desmantelamiento progresivo.
Para expresarlo con mayor claridad; si es preciso destinar recursos humanos y materiales a intervenir en caso de catástrofes, no necesariamente dichos recursos debe ponerse en manos de militares. La decisión de crear tales unidades obedece a razones de decisión política y no a la mera necesidad.
El papel de las fuerzas armadas, más allá de campañas de imagen y visitas navideñas del monarca a destacamentos castrenses en diversos lugares del mundo, es el suyo propio como ejercito de un Estado perteneciente a la estructura de la OTAN, con lo que lleva aparejado de destinar una inmensa cantidad de recursos públicos a la compra de avioncitos o la fabricación de portaaviones, cuando esos fondos harían falta para sufrir otras carencias. Sobre esto no existe en los sustancial diferencia alguna sea cual sea el gobierno de turno.
Y, en paralelo, sigue siendo el ejercito de siempre, el de los golpistas del 36, en su papel vigilante de los movimientos sociopolíticos que se dan en estas tierras, rol democratizado ahora por la Constitución de 1978. Solo en clave de elemento de vigilancia o aviso a navegantes se pueden entender las maniobras militares que tuvieron lugar en las costas de Tarragona del 11 al 15 de diciembre de 2017, unos días después del Referéndum de Catalunya del 1 de octubre. ¿Casualidad? Tal vez, pero igual no estamos tan lejos de Bolivia.