El chapucero golpe de estado en Bolivia y la desesperación de la clase capitalista
Ya los golpes de Estado no son lo que eran. Antes, a instancias de EE.UU., la comandancia del ejército de un país se sublevaba, llegaba un militarote o una junta de déspotas y asumían el poder tras haberse cargado la legitimidad constitucional y al gobierno de turno. Mientras, para implantar bien su dictadura, desataban una sanguinaria represión contra la población.
Hoy, sin embargo, se recurre más a “golpes judiciales” para sacarse de la manga la destitución de presidentes, se inventan noticias falsas sobre cualquier asunto de Estado al respecto (hasta el propio presidente de EE.UU. lo está sufriendo estos días). Una modalidad muy socorrida es también la del “levantamiento popular masivo” a través de la que se han fabricado las variopintas “revoluciones de colores”: desde las “primaveras árabes” a los golpes de Libia y Ucrania, las revueltas de Hong Kong, Georgia, Armenia, y ahora también, de nuevo, Irak e Irán. Por no hablar de todo lo que se ha intentado en Siria.
Todo esto forma parte de lo que se conoce como “guerras de cuarta generación” y “guerras híbridas”, que combinan el uso de la presión político-económica con terrorismo en sus diferentes expresiones (operaciones subversivas, actuaciones clandestinas y de falsa bandera, guerra por delegación…), la propaganda, la cibernética, la inteligencia artificial (por eso es tan importante la batalla por el 5G). Con poco armamento pero sofisticado, cuerpos paramilitares infiltrados entre la multitud, con gran capacidad operativa y de incitación de masas, así como de sabotaje o acciones directas; lanzamiento masivo de noticias falsas (sobre políticas gubernamentales, daños económicos o sociales, asesinatos…) que se expanden por la red a través de miles de cuentas de perfiles falsos creadas para multiplicar su efecto; la demonización permanente y sistemática del líder o líderes a derribar y una cobertura mediática mundial favorable a esas acciones (gracias al control de cadenas de TV, radio, periódicos, internet, twitter, facebook…), ya tenemos a cualquier gobierno del mundo en la picota.
Bolivia, como Venezuela y Nicaragua, han sufrido una combinación de todo ello. Contra el bueno de Evo no se podían inventar monstruosidades. Su acción gubernamental no daba ocasión para fabricarle protestas. Al revés, había subido todos los indicadores sociales, el salario mínimo aumentó en al menos un 127% y el PIB en un 400%; después de haber sido el país más pobre de América del Sur, redujo la pobreza del 34 al 15% y la desigualdad entre ricos y pobres fue disminuida de 168 a 60 veces; creó por primera vez pensiones para los mayores de 65 años, potenció la sanidad pública a límites desconocidos (con más de 130 hospitales de nueva creación), así como el transporte y las infraestructuras, con más de 1.100 escuelas y más de 7.000 nuevos centros deportivos, se asfaltaron más de 13.000 km de carreteras pudiendo unirse lugares del país que estaban aislados entre sí, casi 12.700 cooperativas y 20.000 viviendas sociales; bajó el analfabetismo de 22.7% a menos del 5%; otorgó un bono monetario de estudios a la juventud y el 85% de la población ha tenido acceso al sistema educativo (con un 14% del presupuesto destinado a la educación). En un país donde hasta hace poco los indios tenían prohibido pisar las plazas de las ciudades (y donde el candidato opositor, Carlos Mesa, fue ya una vez expulsado por los levantamientos populares que reprimió con sangre), se llevó a los pueblos indígenas al reconocimiento oficial (el país pasó a llamarse Estado Plurinacional de Bolivia), y en el gobierno de Morales la mitad de los cargos públicos han sido ocupados por mujeres, de las cuales el 68% eran indígenas. Todo ello, además, con gran respeto para el capital, que siguió obteniendo sus réditos porque no se tocaron las bases de su ganancia.
Con estas condiciones, a EEUU y la oligarquía nacional no les quedó otra que inventarse un fraude electoral. De nuevo el ciclo: grupos infiltrados que, con el apoyo del propio cuerpo policial, protestaban ya antes de cualquier denuncia, circulación de noticias falsas, incluso máquinas para el conteo rápido de votos que fueron proporcionadas por la embajada estadounidense para manipular a la opinión pública sobre los resultados electorales, y finalmente la intervención militar. Es obvio que Evo tenía más de 10 puntos de ventaja frente a Mesa: la mayor parte de la población boliviana no olvida quién fue y qué hizo este señor, y a diferencia de tantos “intelectuales” postmodernos y “horizontalistas”, sabe dónde radica la diferencia entre unos u otros gobiernos. Los asesinatos, violaciones y supresión de libertades de los golpistas, lo deja una vez más bien claro.
Pero, de todas formas, ¿supuestas irregularidades electorales amparan una intervención militar? Pocos países podrían respirar tranquilos entonces, empezando por el propio EEUU (¿ya no nos acordamos de lo de Gore y Bush?). Lo que pasa es que aquí todo ha sido una chapuza desde el primer momento. Con Morales retenido más que protegido por la policía, y posteriormente obligado a dimitir manu militari por medio, la sucesión en la cadena de mando tuvo que ser apartada para llegar todo lo atrás posible hasta la primera senadora de la oposición (que es de un partido que sacó cerca del 4% de los votos) y que ella, saltándose inescrupulosamente todas las disposiciones constitucionales, pudiera erigirse en la Guaidó de turno.
Los golpistas han cometido, además, un enorme error. Nada menos que la quema por parte de la policía de la whipala, y el retiro de sus uniformes de ese símbolo de los pueblos indígenas. El pueblo no va a olvidar eso, y este pueblo mayoritariamente indígena ya sabe lo que es luchar contra las balas y echar presidentes oligarcas del país. Por lo que no les va ser nada fácil a los impostores preparar el terreno para que las elecciones las pueda ganar la minoría blanca, clasista, ultra-racista y socioeconómicamente salvaje de Bolivia. De momento sus esfuerzos se concentrarán en intentar por todos los medios, también los judiciales, que Evo no pueda volver a presentarse. Pero aun así no podrán controlar por mucho tiempo el país.
La vergonzosa subordinación de los países europeos a EEUU, y muy especialmente la de España, un Estado sin apenas rastro de soberanía, es lo único que puede explicar la no inmediata condena de este chapucero y sangriento golpe de Estado.
De siempre cuando a la oligarquía capitalista no le ha interesado lo que sale en las urnas se ha enfrentado frontalmente al resultado: desde la huelga o fuga de capitales (o la mera amenaza de tal), el chantaje político, la agresión económica o una combinación de todo ello, hasta el levantamiento militar. En América saben bien de asonadas militares, golpes de Estado y exterminio político y físico de quienes emprendieron proyectos de transformación, comenzando por Chile. También Argentina, Brasil, Uruguay, Guatemala, República Dominicana, El Salvador… Recientemente también los han tenido que vivir Honduras y Haití.
Un gobierno como el de Morales transitaba bien con la ganancia capitalista, y a pesar de haber nacionalizado buena parte de sus riquezas naturales mediante las que conseguía esos servicios sociales para su población, las principales transnacionales y países poderosos no dejaron de beneficiarse de ellos. Pero el golpe significa que ni siquiera eso están dispuestos a respetar hoy las clepto-oligarquías. Lo quieren todo. Obviamente, las cuestiones geoestratégicas son de vital importancia (la Bolivia de Morales se alineó con el ALBA y ha denunciado siempre el imperialismo), pero en la nueva fase de capitalismo degenerativo que comenzamos eso indica también que en su desesperación las élites mundiales no contemplan ni el más mínimo proceso reformista ni redistributivo. Buena lección histórica. Y otra no muy edificante: sólo los procesos fuertemente armados o con apoyo de potencias militares no han sido destrozados en las dos décadas que llevamos del siglo XXI.
Pero la paz social se ha acabado para el capitalismo mundial. Una nueva ola de movilizaciones totales, por parte de sociedades hastiadas de recortes, corrupción, exacerbación de desigualdades, destrozo de los servicios sociales, anulación del poder adquisitivo, sobre-explotación laboral, ha comenzado. El capitalismo se devora a sí mismo al engullir a las clases medias y la riqueza social que tanto costó conseguir. Su versión neoliberal está acabada y ahora comenzamos una nueva época, quizás la más terrible del sistema, al hacerse moribundo. Chile vuelve a ser la punta de lanza de ella: si el neoliberalismo dio el campanazo de salida en ese país, que fungió como modelo de su éxito, bien puede hoy ser el aldabonazo de su principio del fin.
Curiosamente en Europa también es de nuevo Francia la precursora de una nueva época de insurrecciones, que no podrán contener mientras degraden las condiciones de vida por muchos ojos que revienten (más de dos decenas de manifestantes han perdido uno en Francia, casi 200 en Chile, por la que parece una nueva táctica “amedrentadora de disturbios”).
¿Alcanzan a comprender algo de todo esto las ‘neoizquierdas’ europeas que siguen soñando con un capitalismo bueno, que les dejará hacer grandes cambios gobernando con la oligarquía? ¿Es lo suyo sólo inconsciencia o un papel asumido de tampón y cauce de los levantamientos sociales que se avecinan? Si es así, con su inevitable fracaso el camino será más fácil para las nuevas versiones fascistas del capital.
(Artículo aparecido en Público, el 21 de noviembre de 2019)