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La Falsificación de la Paz: El Nobel como Dispositivo del Imperialismo Moral. José Manuel Rivero

La reciente concesión del premio a María Corina Machado confirma esta deriva. Figura emblemática de la ultraderecha venezolana, promotora de sanciones económicas, defensora de la intervención extranjera y partícipe en la promoción de las guarimbas —episodios de violencia callejera que costaron decenas de vidas—, Machado encarna la versión contemporánea de la “paz” entendida como alineamiento con el poder supremacista y colonialista estadounidense. 

Nació con la promesa de honrar a quienes promovieran la fraternidad entre las naciones. Sin embargo, el llamado Premio Nobel de la Paz se ha desvirtuado hasta convertirse en la antítesis de su ideal fundacional. Bajo una máscara de neutralidad moral, el galardón funciona hoy como un instrumento geopolítico: un dispositivo que otorga respetabilidad a quienes sostienen el orden global dominante. En nombre de la “paz”, el Comité Noruego ha premiado sistemáticamente la obediencia a las potencias hegemónicas, la diplomacia del mercado y la mera administración de los conflictos.

La historia del Nobel de la Paz es, en el fondo, una crónica de la hegemonía occidental. Sus decisiones más controvertidas no son errores de criterio, sino que responden a una lógica precisa: consolidar consensos y modelar el sentido de lo que se considera “paz” legítima. En este teatro moral, los verdugos pueden ser transformados en benefactores, y las víctimas, convertidas en presencias incómodas. Lo que se premia no es la paz de los pueblos, sino la estabilidad del statu quo.

El caso de Henry Kissinger en 1973 marcó un punto de inflexión. No se premiaba la construcción de la paz, sino su manipulación como herramienta de dominio. El arquitecto de los bombardeos en Vietnam y Camboya, impulsor de golpes de Estado y dictaduras, fue consagrado como emblema de la diplomacia moderna. Desde entonces, el Nobel se convirtió en el rostro amable del poder, en la coartada moral de los vencedores.

Décadas después, Barack Obama recibiría el galardón sin haber consolidado una política exterior propia. El premio anticipaba, no reconocía, un papel. Se recompensaba la promesa de un imperialismo “reformado”, capaz de intervenir con un discurso humanitario. La realidad desmintió el gesto: las guerras continuaron, los drones segaron vidas, las sanciones económicas persistieron como armas silenciosas de sometimiento, y la agresión a Libia culminó con la destrucción de un país soberano y el linchamiento televisado de su líder, Muamar el Gadafi. En nombre de la “protección de civiles”, se bombardeó un Estado que había garantizado educación, salud y vivienda a toda su población. Aquella operación, presentada como una “intervención por la paz”, fue en realidad una advertencia: la paz que el imperialismo ofrece es la del cementerio. Desde entonces, la paz se redujo a gestión imperial, transformada en una tecnología de control global.

Esta coherencia con el orden establecido es una constante. Se premió a Theodore Roosevelt, símbolo del expansionismo estadounidense, cuando el imperialismo se justificaba como misión civilizadora. Años después, el turno fue para Menachem Begin, antiguo jefe del Irgún —organización terrorista responsable de la masacre de Deir Yassin—, elevado a “hombre de paz” tras los acuerdos de Camp David. La diplomacia israelí, avalada por Washington, encontró en aquel premio la legitimación moral para décadas de ocupación. En ambos casos, el Comité no honró la paz, sino la consolidación de un orden geopolítico basado en la fuerza.

El guion se ha repetido incansablemente: transformar a actores funcionales al sistema en símbolos morales. Se premió a Aung San Suu Kyi como ícono de la no violencia, solo para verla después justificar el genocidio rohinyá. En 2019, el etíope Abiy Ahmed fue distinguido por un acuerdo que pronto desembocó en una guerra interna devastadora. En 2016, Juan Manuel Santos recibió el galardón por la paz con las FARC mientras en Colombia seguían asesinando a líderes sociales y perduraban las estructuras paramilitares. En todos estos casos, el Comité no reconoció procesos de emancipación, sino gestos de conciliación que preservaban el equilibrio del sistema. La paz, desde Oslo, no es un horizonte de justicia, sino un punto de estabilización de los intereses dominantes.

La reciente concesión del premio a María Corina Machado confirma esta deriva. Figura emblemática de la ultraderecha venezolana, promotora de sanciones económicas, defensora de la intervención extranjera y partícipe en la promoción de las guarimbas —episodios de violencia callejera que costaron decenas de vidas—, Machado encarna la versión contemporánea de la “paz” entendida como alineamiento con el poder supremacista y colonialista estadounidense. Su reconocimiento no sorprende: forma parte de la estrategia de legitimación simbólica de las élites que sostienen el orden neoliberal. Premiarla no es un lapsus, sino una declaración de principios. El Comité Noruego vuelve a situarse del lado del poder imperial, transfigurando la agresión económica y la violencia política en virtudes cívicas.

El Nobel de la Paz se ha degradado porque nunca fue ajeno a la estructura de dominación de la que emerge. Su función no es reconocer la paz, sino definirla, imponerla desde el centro sobre las periferias. No es celebrar la justicia, sino marcar los límites de lo que el sistema puede tolerar como disidencia. En su narrativa, la paz solo es legítima si preserva la arquitectura del capital, garantiza el flujo de mercancías y mantiene la desigualdad bajo control. Cualquier paz que se salga de ese marco —la que nace de la soberanía, la igualdad y la emancipación social— queda fuera de sus márgenes y, por tanto, de su reconocimiento.

Cada premio polémico no es una desviación, sino el cumplimiento más fiel de sus principios. El Nobel no se equivoca: cumple su papel dentro del aparato cultural del poder, definiendo quién puede hablar en nombre de la paz y quién debe ser silenciado. Su autoridad moral se erige sobre la exclusión sistemática de los pueblos que construyen la paz desde abajo, desde la resistencia al bloqueo, desde la lucha por la tierra y el derecho a existir sin tutela. Esa otra paz —la que Fidel Castro definió como el fruto de la justicia, la dignidad y la soberanía— es incompatible con el mercado y con la dominación imperial.

El Nobel no premia la paz, la falsifica. La convierte en mercancía moral del imperialismo, en el barniz ético de su dominio. La paz auténtica —como advirtió Fidel— no nace del silencio impuesto por la fuerza, sino de la dignidad conquistada por los pueblos. Por eso, mientras exista imperialismo, los pueblos seguirán siendo los verdaderos artesanos de la paz, aunque jamás sean invitados a recogerla en Oslo.

(Publicado en Hojas de Debate, el 11 de octubre de 2025)

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