Reiniciando el sistema
El pasado jueves, al fin, cayó uno de los símbolos más indicativos de la tutela de los poderes fácticos franquistas sobre la lábil democracia española: la momia de Franco fue sacada del faraónico mausoleo de Cuelgamuros y enterrado de nuevo junto a su mujer y un buen ramillete de dictadores y genocidas que eligieron la dictadura española para reposar lejos de los pueblos que masacraron. Al margen de la oportunidad del acto, celebrado en plena precampaña electoral y de la exquisitez con la que fueron tratados, tanto el cadáver del asesino como los miembros de su noble familia —que aún viven espléndidamente gracias al patrimonio expoliado a los españoles durante la dictadura—, no cabe duda de que se trató de un interesante comienzo. En efecto, la tarea de eliminar los restos del franquismo que aún subsisten en el sistema político del estado español no finalizó el 24 de octubre de 2019, sino que más bien acaba de comenzar.
La clase política surgida en el postfranquismo, parece centrarse únicamente en buscar un nuevo destino para el monumento funerario de El Escorial, en el que yacen más de 30.000 personas. Los franquistas en tumbas perfectamente identificadas enviadas allí con el beneplácito de sus familias; los republicanos, robados de fosas comunes de todo el país, depositados en cajones colectivos. Básicamente, al menos para el bando democrático, se trata de una gigantesca fosa común, donde la tarea de identificación de los cadáveres será poco menos que una labor titánica o quizá una misión imposible. La derecha, aún empática con el franquismo, prefiere que todo siga como está, que se desconozcan para siempre los crímenes de la dictadura (más de 50.000 fusilados) y que vayan muriendo los depositarios de las historias de vida familiares. La izquierda orgánica habla de resignificación, de construir un memorial sobre la guerra y sobre el propio monumento en sí mismo. Sacar a los muertos y dejar que el tiempo se encargue de derribar ese lugar infame sin tener que invertir un solo euro en el futuro, parecería la solución mas lógica y acorde con su significado real. Para el fascismo ese siempre será un lugar de exaltación de Franco y de Primo de Rivera, estén o no allí enterrados, por muchos carteles que cuenten la historia de los esclavos republicanos que construyeron el mausoleo. Posiblemente, una vez concluidos los procesos de identificación por ADN, los restos deberían trasladarse a una fosa común, donde un sobrio monumento memorialista los dignificaran como lo que son, luchadores antifascistas caídos por la defensa de la libertad y la democracia.
Pero no se trata sólo del Valle de los Caídos, se trata de que el estado se haga cargo de las decenas de miles de personas que permanecen enterradas en las cunetas, esperando que sus familias dispongan por fin de sus restos; se trata de la anulación de los juicios políticos franquistas, de prohibir la exaltación y apología del franquismo, de eliminar de calles y plazas cualquier referencia a la dictadura, de sacar de iglesias y catedrales a militares genocidas, de devolver confiscaciones a sus legítimos dueños, de abrir los archivos de la dictadura y la transición a la investigación académica, de juzgar por delitos de lesa humanidad a asesinos y torturadores que aún viven protegidos por las leyes de punto final. Lo ocurrido ayer debe servir como acicate para abrir o acelerar esos procesos e impedir que gobiernos de derecha filofranquistas puedan volver a detenerlos o revertirlos cuando lo estimen oportuno.
El conjunto de medidas expuesto no es caprichoso, buena parte de ellas deriva de las conclusiones del Relator Especial sobre la Promoción de la Verdad, la Justicia, la Reparación y las Garantías de no Repetición de Naciones Unidas, la mayoría de las cuales han sido ignoradas por los gobiernos de PP y PSOE. Con muchas de estas actuaciones, gran parte de la izquierda parlamentaria “de gobierno” estará de acuerdo, al menos en cuanto a su formulación se refiere y, más aún si cabe, en campaña electoral. No obstante, si hay un legado franquista que todavía perdura en nuestro ordenamiento jurídico es —nada más y nada menos— que la ley de leyes, la Carta Magna, la mismísima constitución española. Y ahí, ya las coincidencias políticas no son tales, más bien todo lo contrario. La práctica totalidad del arco parlamentario (salvo alguna excepción) coincide en que hay que mantener intacto el régimen surgido del 78. Así que, contar con que los dos partidos mayoritarios y beneficiarios de la Constitución vayan a dispararse en el pie y dejar de detentar el poder omnímodo que ahora tienen a su disposición, es una vana ilusión que no puede partir de la partitocracia gobernante, sino que debería surgir de una manifiesta reclamación popular.
Una Carta Magna verdaderamente democrática se ha de redactar por el pueblo al que debe servir, no por lobbies ni partidos que sólo representan a sus intereses; pero menos aún, por elementos provenientes de la dictadura a dar carpetazo. Si nos fijamos en los conocidos como padres de la constitución (que madre no había ninguna), había sólo dos considerados de izquierdas: Solé Tura, del PSUC y Gregorio Peces-Barba, del PSOE. El resto eran claramente de derechas, cuatro de ellos parte activa del régimen franquista, como Manuel Fraga, Gabriel Cisneros, José Pedro Pérez-Llorca y Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón. El séptimo padre soltero que falta era Miquel Roca, en representación de la burguesía nacionalista catalana. Con estos mimbres ¿podría esperarse algún texto realmente rupturista con el fascismo franquista? Evidentemente no y así fue.
En su momento se culpaba al ruido de sables —como alusión a que los militares estaban tutelando el proceso constituyente en el cuarto de al lado— para justificar la mesura o la autocensura de los redactores. Pero va todo mucho más lejos, también a mares y montes lejanos. Hoy, documentos desclasificados y hackeados nos informan del triste papel del rey mendigo, demandando apoyo norteamericano a su corona a cambio de convertirse en confidente de Estados Unidos y regalar el Sáhara a Marruecos; de cómo el sistema bipartidista que controlaría todas las esferas de poder es una contribución también norteamericana; de cómo el título VIII, el referente a las autonomías, vino ya redactado y en sobre cerrado, de parte seguramente de desconocidos abuelos de la Constitución, pertenecientes al establishment del antiguo régimen, y de tantas y tantas falacias como han querido vendernos de la modélica transición.
Se entiende perfectamente por qué la derecha considera la Constitución como una especie de “tablas de la ley”, inspiradas por un ser divino y cuyo contenido debe ser salvaguardado íntegro e impoluto durante años (salvo por imperativo de frau Merkel, claro). No van a permitir que se cuestionen los pilares básicos de la transición si ello cuestiona su ideología actual o si deja a sus mentores desprotegidos ante la ley. En cuanto a la socialdemocracia, lleva igualmente 40 años repartiéndose bancos, televisiones, tribunales, sillones, dádivas, contratos, consejos de administración, puertas giratorias, sobornos, mordidas… y es impensable esperar que de ellos salga de motu propio una reforma que les aleje de sus privilegios.
Solo de demandas masivas de apertura de un proceso constituyente popular, radicalmente democrático y republicano, podría articularse un cambio como el que nuestro país necesita, que nos reconcilie con las deudas de nuestro pasado; que reconozca, con todos sus derechos, la plurinacionalidad del estado y envíe a lo más profundo de la intrahistoria a cualquier reducto residual de franquismo. Y ahora que el capitalismo global está mostrando con crudeza su verdadera faz y se torna incapaz de asegurar el mínimo bienestar de cada vez más capas de la población, también es hora de plantear las bases de un sistema donde el estado sea garante del 100% de las necesidades básicas del individuo —al margen del mundo laboral—, que haga disminuir las desigualdades sociales, asegure la igualdad de oportunidades y active los anquilosados y cada vez más lentos ascensores sociales hasta hacerlos literalmente innecesarios.