Una filtración confirma mi expulsión definitiva de las Fuerzas Armadas
Una tarde de sábado (hoy, 10 de noviembre 2018) como podría ser cualquiera, he recibido un mensaje de WhatsApp con el pésame por mi derrota en el Tribunal Supremo. Me he quedado colapsado.
Quebrado por completo porque no tenía ni tengo confirmación oficial de dicha resolución, lo que supone un nuevo padecimiento a añadir a la lista. Hace más de tres años me expulsaron y hace más de cuatro comencé a ser arrestado, casi cinco meses. Desde entonces, casi todo lo que podía ir mal, ha ido mal, por ello mismo, que un sábado de noviembre, once días después de reunirse el Tribunal Supremo (se congregaron el 30 de octubre), me llegue un WhatsApp lamentando la pérdida de mi trabajo para siempre y que ello se haya filtrado en un medio digital me resulta penoso y humillante.
Porque la importancia de esta resolución radica en que siendo la última sobre la que tiene que resolver el Tribunal Supremo (antes juzgaron sobre la expulsión, un año después sobre dos faltas graves conjuntas y ahora sobre la última falta grave) se antoja casi imposible volver a ser militar. Puedo ganar, claro está, y parece que se ganará en Europa, pero ello será a nivel moral y económico, pues España no estará obligada a devolverme el trabajo, aunque sí a indemnizarme. Pero ya se sabe que ni el dinero será de los magistrados del Tribunal Supremo ni la vergüenza de un remiendo en Europa supondrá gran cosa para una justicia, la española, que languidece por los latigazos que recibe de jurisdicciones y sociedades que en esto de la democracia nos aventajan en algo más de un siglo.
Quedarán, eso sí, cuatro, cinco o seis años por delante que, unidos a los más de cuatro que llevo, supondrán una década. No está mal. Mientras tanto el PSOE, un partido que apoyaba a los denunciantes de corrupción en la oposición, o eso afirmaba, ni responde al teléfono desde que se hizo con el Gobierno. Personas como Artemi Rallo, Isabel Rodríguez, José Manuel Franco o Margarita Robles están hoy en paradero desconocido.
Esto sucede porque España no es una democracia en la que un ciudadano se pueda expresar sin miedo a las consecuencias. Recuerden a Willy Toledo, un actor de un talento artístico inmenso ejecutado socialmente por pensar lo que piensa; imposible no percatarse del calvario de Dani Mateo, al que ahora mismo fusilan en cada lugar al que acude.
Tristemente, ni tan siquiera es España un país en el que se pueda denunciar corrupción. Resulta contradictorio y penoso escuchar a los grandes medios y a los partidos estatales que se pierden todos los años por corrupción entre 50.000 y 100.000 millones de euros mientras ignoran y abandonan a los denunciantes. Bochornoso que el PSOE gobierne gracias a la sentencia de Gürtel y su principal denunciante, Ana Garrido, malviva en España (mientras recibe premios internacionales).
La sensación que nos queda en el cuerpo a los denunciantes de corrupción, a mí al menos, y que seguramente hayan vivido o vivan también Ana, Willy o Dani, es de abandono. De miedo. De fragilidad. De indefensión absoluta. Somos aniquilados socialmente delante de la ciudadanía y la mayoría no mueven un músculo por defendernos, que al final no sería nada más que defender la libertad de expresión y la obligación de cualquier ciudadano de denunciar. Y yo soy de los afortunados. Tengo voz en (y como gracias a) Público, Russia Today, El Jueves, A Peneira, la editorial AKAL y muchas personas me apoyan solidariamente. Es a todos ellos a los que debo mi sobrevivir tanto físico como económico, moral y psicológico, aunque sea de mudanza en mudanza y de padecer en padecer. Sin ellos sería todavía más difícil, sería imposible.
Por desgracia, muy pocos reflexionan a día de hoy sobre lo imposible que será recuperar los 50.000 o 100.000 millones de euros que se lleva por delante la corrupción, o una gran parte de los mismos, hasta que no se proteja a los denunciantes o alertadores. Porque mientras se nos ejecute socialmente de forma tan impune y pública nadie se atreverá a dar un paso al frente para denunciar aquellos delitos de los que conoce.
A veces pienso, con tristeza, que hasta que un denunciante de corrupción no se arroje por una ventana o pase algo que convierta esta cuestión en ‘viral’, a los grandes medios y a los principales partidos políticos todo esto no les importará un pimiento. Ello a pesar de estar a punto de aprobarse una directiva de protección a los denunciantes de corrupción en Catalunya y en Europa (está previsto para finales de este mes) que volverá, de nuevo, a humillar a España.
En este contexto no es difícil adivinar que jamás podré recuperar mi puesto de trabajo. Allí quedarán trece años de mi vida, amigos, personas que están sufriendo, militares que cumplen con su obligación con gran ejemplaridad y dignidad, pero también acosadores y agresores sexuales, homicidas negligentes, ladrones, estafadores y toda una banda de delincuentes que ya desgrané en ‘El libro negro del Ejército español’ con nombres y apellidos. Pero no sirvió.
No sirvió que perdieran los que se atrevieron a denunciarme fuera del mundo militar (María Dolores de Cospedal, la cúpula de la Guardia Civil o una asociación de oficiales de la Guardia Civil). No sirvió que me expulsaran con una falta grave en la que se me aplicó el Régimen Disciplinario de la Guardia Civil (a la que no pertenezco) o que las otras dos faltas graves contuvieran partes de la misma entrevista que se había duplicado en dos medios diferentes (ser sancionado dos veces por lo mismo es el colmo jurídico). No sirvió que las denuncias realizadas fueran verídicas y jamás hubieran sido puestas en duda. No sirvió que el último mando en arrestarme, el teniente general Juan Enrique Aparicio, fuera también firmante de un manifiesto franquista junto a más de mil militares, muchos de ellos altos mandos (generales, coroneles, tenientes coroneles,…).
No sirvió porque la Abogacía del Estado se llegó a mofar públicamente de mí por mi intento de retornar a las Fuerzas Armadas, aunque no tuvo reparo en defender al capitán condenado por 28 agresiones sexuales que después siguió en su puesto de trabajo sin ninguna contrariedad; no sirvió porque la Fiscalía siempre se personó en mi contra en los procesos militares y recurrió hasta el extremo los procesos ordinarios que terminé ganando mientras pública y cínicamente se posicionaba y posiciona a favor de los denunciantes de corrupción; no sirvió porque la supuestamente progresista asociación de Jueces y Juezas por la Democracia jamás tuvo el más mínimo gesto conmigo y asociados suyos me abandonaron o resolvieron en mi contra en el Tribunal Supremo. No sirvió porque el PSOE en el Gobierno olvida sus promesas en la oposición y se parece demasiado al PP. Y, finalmente, no sirvió porque según se ha filtrado los magistrados del Tribunal Supremo, cuatro de los cuales requieren ser altos mandos militares para formar parte del mismo, terminaron por denegar mi último recurso e inadmitir, se supone, las cuestiones prejudiciales planteadas.
Solo soy una más de las tropelías de la justicia y el Tribunal Supremo. Otra. Pero duele mucho.
(Publicado en el blog «Un paso al frente» de Público, el 11 de noviembre de 2018)