Xiomara Castro inaugura una nueva era. Atilio Borón
La aplastante victoria de Xiomara Castro en las elecciones presidenciales de Honduras pone un broche de oro a un mes políticamente excepcional de Nuestra América. Queda aún pendiente el balotaje chileno, pero el triunfo de la candidata de LIBRE tiene un relieve y una trascendencia que excede con creces el ámbito centroamericano y se proyecta a escala continental. Su hazaña fue el premio a doce duros años de militancia en los cuales ella y su marido, el derrocado ex presidente Manuel “Mel” Zelaya, militaron incansablemente para construir una alternativa a las marionetas que Washington se las ingenió para imponer en Honduras luego de la destitución de Zelaya, el 28 de Junio de 2009.
Este fue el primer “golpe blando o institucional” que el gobierno de Estados Unidos puso en práctica en la región y, tal vez, la partida de nacimiento del Lawfare como práctica destituyente y de persecución política. Desde entonces se utiliza para proscribir -o por lo menos obstaculizar- la presencia de líderes populares en Latinoamérica. En 2012 la víctima fue Fernando Lugo en Paraguay y en 2016 Dilma Rousseff. Muchos otros y otras son víctimas de esa nefasta invención norteamericana: Lula, Evo, Correa, Cristina, Glas, Rivadeneira, Patiño, etc, y la lista no es exhaustiva. No fue casual que en ambos países –Paraguay y Brasil- y en esos precisos momentos la embajadora de Estados Unidos fuese la misma: Liliana Ayalde.
¿El pecado de Zelaya? Haber incorporado su país al ALBA, fortalcido los vínculos con la Venezuela bolivariana y pretender consultar a la ciudadanía si quería o no que se convocara a una asamblea constitucional. Lo que siguió fue una tenaz resistencia de Zelaya y Xiomara, luego el exilio y después una implacable persecución, mientras el país se convertía en un páramo sumido en la pobreza y la violencia. Washington impuso, mediante elecciones fraudulentas a dos peones: Porfirio Lobo Sosa y Juan Orlando Hernández, el hipercorrupto -según la Justicia de Estados Unidos y la opinión de las segundas líneas del Departamento de Estado- pese a lo cual Barack Obama, Donald Trump y Joe Biden siguieron admitiéndolo como uno de los líderes democráticos de la región. Más de una treintena de muertos en protestas populares jalonaron la re-elección de Hernández a la presidencia en 2017. Parece que Almagro no se enteró; tampoco lo hicieron sus amos en Washington. Pero Xiomara no aflojó en su lucha.
Así las cosas hoy adquiere el mérito histórico de haber barrido con un aluvión de votos a la mafia política enquistada en Honduras con la bendición de la Casa Blanca. Y lo hizo en las elecciones con la mayor tasa de participación de la historia hondureña (unos tres millones y medio de votantes) que la convirtieron en la presidenta más votada de su país y, además, en la que atrajo a las urnas al desencantado voto juvenil, unos dos millones en total. Su arrollador avance liquidó también, ojalá que para siempre, el arcaico bipartidismo liberal-conservador que todavía agobia a Colombia, y puso fin a uno de los narcogobiernos más descarados de Latinoamérica y el Caribe, sostenido contra viento y marea por sucesivos presidentes norteamericanos.
Amanece en Honduras, lo cual no es poca cosa. Mel ha sido reivindicado por su compañera de toda la vida; y ella, Xiomara, demostró poseer un talento y unas agallas –sí, “agallas”, porque sin ellas no se puede hacer política- que la convierten en una referencia insoslayable en los nuevos vientos que están barriendo la región. Como latinoamericano sólo puedo hacerle llegar mi más emocionado agradecimiento por su épica batalla.
(Publicado en Página 12, el 30 de noviembre de 2021)