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50 años trabajando en equipo. Farruco Sesto

Perdóneseme, una vez más, el tono personal de esta nota. Tal vez sea ese nuestro pecado inevitable, quiero decir, el de los poetas que hemos sido ganados para la política. El de llevarlo todo al plano de nuestra subjetividad. Y más cuando en la política se nos va la vida misma y ambas se mezclan hasta fusionarse. Me refiero, por supuesto, a la política revolucionaria y a una vida que trata de consustanciarse con ella, por más difícil que ello sea.

Pero el caso es que creo que amerita un comentario escrito (y aprovecho para ello el espacio que me regala este imprescindible periódico que es Correo del Orinoco) el hecho de cumplir en un mismo año, los ochenta de vida y los cincuenta de militancia. Y cuando digo militancia, me refiero a aquel compromiso vital que se hace cuando se forma parte de una organización política conformada por personas diversas que, alentadas por una visión semejante y determinados principios compartidos, han decidido trabajar en equipo, disciplinadamente, con una dirigencia, unos propósitos y unas estrategias destinadas a la transformación profunda de la sociedad. Que tal ha sido mi caso en todos estos últimos cincuenta años.

Cincuenta años que pasan en un soplo pero que, paradójicamente, cuando uno mira hacia atrás parecen largos. De ninguno de esos años vividos me desdigo y menos me arrepiento. Que lo hagan otros, que se desdigan otros, como algunos efectivamente lo han hecho. En mi caso, declaro mi agradecimiento profundo a la vida por haberme ofrecido ese cauce de la militancia para mis inquietudes. Y, con la vida, a las compañeras y compañeros que saben de lo que hablo, porque forman parte de este gran equipo.

Pero, antes de nada, déjenme contarles como llegué a esto.

Debo aclarar que, aunque comencé a militar, desde el punto de vista organizativo, en 1973, asumiendo desde entonces la actividad política como ese compromiso compartido al que me refería, yo no nací a la política en ese año. Sino que mi aproximación a ella viene aún de más lejos.

Ya a los diecisiete años, en la universidad de Santiago de Compostela, en plena dictadura franquista, había participado en un par de acciones clandestinas, aunque no violentas, de agitación y propaganda contra la dictadura. Y luego, a partir de 1962, llegado a Venezuela, y durante esa década, tuve la oportunidad de relacionarme, aunque más periféricamente que otra cosa, con algunas organizaciones que hacían vida de seria oposición, tanto en mi nueva patria, como en la Galicia de origen. En particular con el MIR y la UPG. Más tarde, ya a partir de 1969, con el llamado período de renovación universitaria, y la plena participación en las actividades del movimiento estudiantil en la Facultad de Arquitectura del UCV, comencé a darme cuenta de que ya no podría soltarle la mano a la política. Pues el atractivo de su cualidad transformadora me absorbió por completo. Fue entonces cuando fui ganado definitivamente para la militancia por Alfredo Maneiro.

La primera noticia de que Alfredo quería reunirse conmigo me la dio José Manuel Rodríguez, a quien desde aquí aprovecho para enviarle un fraternal abrazo. Estábamos en diciembre de 1972 y José Manuel me transmitió la invitación de Alfredo para que nos reuniéramos en el café Castellino, cerca de la Plaza Venezuela. Pero como quiera que Alfredo tuvo que salir de viaje fuera del país, el encuentro vino a realizarse unas semanas después, ya comenzado 1973. No voy a contar aquí los pormenores de la conversación inicial que guardo en la memoria, pero el hecho real es que a partir de ese mismo instante comenzó para mí el compromiso de una militancia política que se convirtió en el soporte de mi voluntad de confrontación con la injusticia. Digo, con la injusticia estructural que se manifiesta en toda sociedad de clases.

Así milité por muchos años en aquella genuina Causa R, la de Alfredo Maneiro, y luego en el PPT, el de Aristóbulo, el de Alí Rodríguez (por citar a algunos compañeros de militancia que se mantienen eternamente vivos entre nosotros), hasta que desde 2007, tras atender al llamado de nuestro comandante Hugo Chávez a la conformación de un partido unido de las y los revolucionarios, me incorporé definitivamente al proyecto de creación del PSUV, en el que me mantengo militando orgullosamente hasta hoy.

¿Qué puedo añadir, además de lo expuesto, a esta experiencia de vida como militante, que es uno de mis orgullos más íntimos, y la cual espero continúe hasta el final de mis días? Quisiera decir que no se me hace fácil concebir un aporte personal, meditado y serio, a los cambios revolucionarios de otra manera que no sea esa: es decir, la de trabajar en equipo, con la disciplina necesaria, al servicio del pueblo, en una organización que nazca de su seno con voluntad de poder, y la suficiente sabiduría para lograrlo y mantenerlo, estructurada para encauzar las luchas de los trabajadores hacia su emancipación definitiva que, al fin y al cabo, es de lo que se trata.

No me imagino la construcción del socialismo, concebida como un proceso progresivo en el tiempo, en un país soberano e independiente, tal como lo estamos llevando a cabo en Venezuela, sin un partido esforzado y poderoso, constituido por mujeres y hombres libres, comprometidos y conscientes, que se organizan de tal manera para ir sumando victorias, una tras otra, hasta alcanzar el objetivo de una sociedad próspera, sin pobreza de ningún tipo, sin exclusión ni explotación, de hombres y mujeres, cultos, libres e iguales en su diversidad, que sean capaces de dotarse a sí mismos de la mayor suma de felicidad social posible. Para eso es que es necesario un partido.

Tal objetivo, parece un sueño, dirán algunos. Una quimera. Pues déjeme decirles que no es así: con la seguridad de que alcanzar ese horizonte es posible, pienso que he vivido estos cincuenta años de militancia política, los últimos diecisiete en el PSUV, que me han traído a este punto y a estos convencimientos.

(Publicado en Correo del Orinoco, el 5 de octubre de 2023)

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