Biden y Nicaragua. Atilio Borón
Los rigurosos comentaristas del proceso político en Nicaragua no han ahorrado críticas para descalificar al proceso electoral de ayer. El presidente Joe Biden fue terminante: dijo que todo fue una “pantomima” y que la elección “no fue ni libre ni justa, y ciertamente no democrática.” Reproduce, curiosamente, las críticas que millones de personas en Estados Unidos, seguidoras de Donald Trump, vierten sobre la elección presidencial que lo elevó a la Casa Blanca. Tendría que ser más cuidadoso al ver la paja en ojo ajeno, sobre todo cuando en menos de un año el índice de desaprobación popular de su gestión subió del 35 al 51 por ciento. Y también si se comprueba que las credenciales democráticas del mandamás estadounidense son bastante frágiles.
Como senador apoyó las criminales aventuras militares de su país en Irak y la ex Yugoslavia, en este último caso violando una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU. Como vicepresidente acompañó las políticas de Obama, que incluyeron sangrientas intervenciones en Siria y Libia, en donde los “combatientes de la libertad” patrocinados por Washington lincharon a Muammar el Gadafi. Y condonó con su silencio las tentativas golpistas en Bolivia 2008 y Ecuador en 2010, a la vez que respaldó el “golpe institucional” contra Mel Zelaya en Honduras 2009, el que destituyó a Fernando Lugo en Paraguay 2012 y la “pantomima” brasileña de impeachment en contra de Dilma Rousseff en 2015-2016. Agréguese a lo anterior su apoyo las tentativas de desestabilización política y social en Cuba (la Operación ZunZuneo) en 2014, y se concluirá que no estamos precisamente en presencia de un santo varón que personifica la esencia más prístina de los valores democráticos. Quien habla es un politiquero del imperio que dice lo que conviene a sus intereses y nada más.
A lo anterior habría que agregar algunas consideraciones en torno a las elecciones nicaragüenses, indispensables aun en su brevedad. En primer lugar, que al juzgar un proceso político o, más acotadamente, electoral no es un dato menor discernir si el país en cuestión vive en una situación de normalidad o no. Con fines didácticos supongamos lo que ocurriría si Estados Unidos estuviera acosado y agredido por una potencia cien veces más poderosa en términos económicos, políticos y militares y sometido a una interminable y sofocante serie de sanciones económicas, diplomáticas y de todo tipo. Con seguridad el funcionamiento de su democracia se vería profundamente afectado y se producirían situaciones anómalas desde el punto de vista de la pureza normativa de la teoría democrática. El país del Norte jamás vivió una situación como esa, pero Nicaragua (al igual que Cuba, y Venezuela) la padeció desde el mismo triunfo de la Revolución Sandinista en 1979. Pretender que las elecciones en la tierra de Sandino se desarrollen al igual que en un bucólico cantón suizo, obviando el papel desquiciante del acoso, bloqueo y las sanciones que impone Estados Unidos, revela una incapacidad para captar las especificidades del proceso histórico o bien una malévola complicidad con una práctica aberrante en los marcos del derecho internacional como es el pertinaz intervencionismo norteamericano.
En segundo lugar, es sorprendente que el jerarca de la Casa Blanca descalifique al gobierno nicaragüense pero guarde silencio ante la “ejemplar democracia colombiana” tan ensalzada por el portavoz oficial del imperio, Mario Vargas Llosa. Según la agencia noticiosa Deutsche Welle , insospechada de simpatías chavistas, “más de 900 líderes sociales fueron asesinados desde 2016” sin que la Casa Blanca y sus colonizados voceros mediáticos y políticos en toda Latinoamérica abrieran la boca para condenar el genocidio perpetrado por el régimen de Duque. Entre enero y agosto de 2021 son 143 las víctimas de la modélica democracia colombiana, un promedio de un asesinato día por medio. ¿Cómo es posible condenar la imperfecta democracia nicaragüense y sostener y avalar la interminable matanza que producen los gobiernos amigos de Estados Unidos en Colombia?. Este doble rasero es suficiente para descalificar moralmente a los críticos de Nicaragua. Si no quieren condenar al gobierno colombiano lo único decente que pueden hacer es callar, si es que todavía conservan algo de decencia.
Por último: hay que recordar que el primer gran teórico de la democracia, Jean-Jacques Rousseau, no se hizo demasiadas ilusiones en cuando a la viabilidad de su propuesta. Más de una vez comentó que “la democracia perfecta sólo puede existir en una sociedad de ángeles”, y las sociedades están formadas por sujetos proteicos, egoístas, raramente virtuosos y muchas veces de pocas luces. Uno de los Padres Fundadores de la nación norteamericana (y cuarto presidente de Estados Unidos) James Madison, inspirado por el ginebrino escribió en su célebre Federalista número 51 que “si los hombres fueran ángeles ningún gobierno sería necesario.” Como los hombres (y las mujeres) no son ángeles, ninguna democracia funciona en plena concordancia con las estipulaciones de la teoría, ni en Estados Unidos ni en Europa. Menos todavía cuando un país está asfixiado por una agresión externa. Y eso a veces hace que la elección que enfrenta la ciudadanía no sea entre un elenco de personas virtuosas y angelicales sino entre seres de carne y hueso, hijos de sus biografías, sus neurosis, delirios y fantasías, siempre dominados por sus pasiones y sus intereses. Ante esa realidad la racionalidad atribuida a electores y candidatos sufre un menoscabo y brota la confusión. ¿Cómo hacer para elegir bien? Por suerte hay una brújula infalible, sobre todo en Latinoamérica: si el imperio sataniza a uno de los candidatos, ese es el bueno. O, en todo caso, el menos malo. Porque no hay ángeles en este campo de Marte que es la política. Lo recordaba Max Weber cuando la definía como “la guerra de dioses contrapuestos.” El resto es lirismo.
(Publicado en Página 12, el 9 de noviembre de 2021)