Contra la corrupción, más revolución. Farruco Sesto
Partimos de la premisa de que, en el capitalismo, insolidario y desalmado por naturaleza, la ausencia de ética es una constante. De que, en su práctica económica, bien sea productiva, comercial, o financiera, no tiene más espíritu que el que se desprende de sus intereses, ni otra motivación que no sea la del máximo provecho y la acumulación de riqueza como valores en sí mismos.
Es por eso que, en su relación con lo público, el universo de lo privado no tiene contención moral alguna. Pues en él, la política no es percibida sino como campo de juego para los negocios, sin más limitación que la habilidad para burlar las leyes o ponerlas al servicio de los jugadores, vale decir del más vivo, del más astuto o, simplemente, del más poderoso.
Eso es así. Y no creo que haya mucha gente, hoy por hoy, que lo niegue. Porque la visión que genera tal comportamiento ya es cultura generalizada que el capitalismo ha impuesto, o buscado imponer, para la aceptación de un mundo dividido entre triunfadores y perdedores, donde lo único que importa es ser ganador.
Y es, justamente, contra esa cultura que nosotros desplegamos nuestras banderas de humanidad.
Dicho esto, y establecida esta premisa, me aventuro a decir, o más bien a escribir, unas palabras, ante los recientes episodios de estos días, esperando que puedan ser de utilidad (Nota del editor: campaña contra la corrupción en Venezuela).
Lo primero es referirme a la extrema importancia de que, en nuestro caso, el de un país en revolución tratando de construir una sociedad plenamente humana, el ejercicio de la función pública no se vea contaminado “ni un tantico así”, por los antivalores del capitalismo.
Y para eso debemos considerar ese ejercicio como algo verdaderamente sagrado. Como un servicio supremo en la tarea de llevar adelante nuestro proyecto de emancipación. Vale decir, como algo que contenga en sí mismo la dignidad que nos merecemos como pueblo, que es lo que le da sentido a ese proyecto.
Es por eso que la corrupción en el ejercicio de la función pública en nuestro país, y así debemos entenderlo, trasciende el simple delito civil, para convertirse en una auténtica traición a un pueblo, a un propósito colectivo, a una patria.
Y no me refiero a las malas mañas cotidianas de menor escala de un funcionario cualquiera, que sin duda deben ser combatidas y castigadas, sino particularmente a la corrupción infame, con frecuencia organizada y sostenida, de quienes, ocupando cargos de confianza en las estructuras del estado o del gobierno, bien sea por nombramiento o por elección, aprovechan su posición para el lucro y el beneficio personal. Cuadros medios y de alto nivel que no sólo traicionan la confianza de quienes los postularon o nombraron, sino que, sobre todo, traicionan al pueblo y al poder que éste puso en sus manos.
Es algo terrible, en verdad. Muy indignante. Y también, hay que decirlo, un punto incomprensible. Me refiero a la dura constatación de que algunas personas que aceptaron responsabilidades en el gobierno revolucionario vendieron su conciencia por unas prebendas. Da mucho que pensar. ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿Acaso ya tenían el gusano de la ambición material en su ánimo desde el primer momento, como una patología latente? ¿Acaso ya cargaban en su alma el virus de la deslealtad? Difícil de saber.
En todo caso, no debemos disminuir su importancia, por el hecho evidente de que sean minoría. Creo que lo que nos toca, queridos y queridas camaradas, es afinar los mecanismos para detectar a este tipo de traidores a tiempo. Porque esta es la lucha: valores contra antivalores. Humildad contra soberbia. Compromiso esencial contra apariencia. Compañerismo contra individualismo. Amor a la humanidad, contra culto al dinero. Socialismo contra capitalismo.
Y siempre, siempre, con el pueblo. No hay otra receta. Siempre con el pueblo. Apoyando al compañero presidente Nicolás Maduro en esta tarea. Y acogiéndonos a la idea que nos pareció oirle a Diosdado en su último programa del Mazo y que da título a esta nota: contra la corrupción, más revolución.
(Escrito para Correo del Orinoco)