Covid-19 y la superación imaginaria del neoliberalismo
Ante la situación de excepcionalidad que vivimos durante estas semanas debido a la pandemia de la COVID-19, algunos sectores de la izquierda política han sacado a relucir un cierto “optimismo de la voluntad” según el cual nos encontraríamos a las puertas del fin del neoliberalismo. La crisis presente y su previsible acentuación venidera han incentivado las esperanzas de quienes vislumbran la derrota definitiva de toda austeridad y el advenimiento de una gestión política más social. Desde estos espacios se interpela a la población encerrada en sus casas para compartir ese proyecto, con el fin de propiciar las condiciones subjetivas que permitan impulsar una agenda de reformas ambiciosa tras el día en que el gobierno decrete el cese del estado de alarma. No está en nuestro ánimo alimentar pasiones tristes ante el reto político que estamos encarando, pero sí que consideramos que —parafraseando la expresión de Antonio Gramsci— conviene que contrapesemos ese “optimismo de la voluntad” con un cierto “pesimismo del intelecto”, que nos permita enfocar el futuro inmediato desde el realismo analítico y la radicalidad política.
De este modo, a continuación exponemos algunos de los puntos que entendemos relevantes para la reflexión, al tiempo que asumimos que hay muchos otros que, por cuestiones de urgencia, espacio u otras limitaciones vinculadas a nuestras propias particularidades, dejamos fuera, y que será necesario sumar al debate.
La batalla política e ideológica
En primer lugar, queremos destacar algo obvio: no es necesario alimentar hipótesis conspirativas para suponer que diversos sectores del poder político y económico también se encuentran implicados en la tarea de configurar nuevas reglas para después del confinamiento. Frente a unas fuerzas de izquierda sometidas a tensiones internas y una población inmovilizada, la derecha cuenta con instrumentos efectivos (en particular, la alianza neoliberal entre las instituciones estatales y el poder financiero) que le otorgan una ventaja de partida para enfrentar la coyuntura actual. La situación que vivimos hace que se tope con menos resistencias reales: en el caso particular de España, algunos diques de contención —de un alcance relativo, aunque sin duda valorable— que se están levantando al interior del consejo de ministros e iniciativas ciudadanas como la huelga impulsada por el Sindicato de Inquilinas e Inquilinos.
La batalla cultural que la derecha y la ultraderecha están librando en las redes sociales es un síntoma superficial de los esfuerzos del capital por reconducir la situación hacia escenarios que le sean favorables. No está de más en este contexto, como ha recordado Naomi Klein, que las élites neoliberales llevan tatuadas en su mente las palabras de su gran referente, Milton Friedman, según el cual “solo una crisis, real o percibida, da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente”, por lo que es necesario “desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable”. Conscientes de la asimetría con la que los diferentes sectores sociales pueden acceder a los resortes del poder, las élites neoliberales a menudo anticipan su lucha ideológica al desarrollo de esas alternativas. Fascinadas por la astucia neoliberal (o por referentes teóricos del poder como Carl Schmitt), el populismo progresista pasa por alto ese desequilibrio al tratar de impulsar sus propias operaciones discursivas, como si el terreno de confrontación dialéctica no estuviera inclinado antes del inicio del juego. Nos parece que la proclamación apresurada del fin del neoliberalismo responde a esa tendencia.
La desigualdad en la correlación de fuerzas explica que, en cada crisis a la que hemos asistido desde los años setenta, los partidarios del monetarismo y el libre mercado se hayan situado en mejor disposición que las diversas variantes de la izquierda política. La capacidad que el neoliberalismo ha mostrado para forjar otros mundos posibles ha sido recientemente reformulada por la derecha populista, la ultraderecha y los neofascismos, que han sabido conjugar la consolidación del orden existente con una anticipación, más o menos consciente, a los escenarios de crisis, sacando rentabilidad política y económica de ellos. La utopía neoliberal se ve así sucedida por lo que Angelica Dimitrakaki y Harry Weeks han identificado como las “políticas conservadoras prefigurativas” de la nueva derecha: su habilidad para poner la innovación política al servicio de la reproducción de lo mismo (o lo peor). El capitalismo del desastre avanza así hacia contextos de democracia vaciada, cuando no directamente autoritarios. (En el momento en el que escribimos estas líneas, el parlamento húngaro acaba de aprobar un estado de emergencia indefinido que, bajo la justificación de hacer frente a la crisis del coronavirus, otorga plenos poderes al primer ministro Viktor Orban al suspender la actividad de la cámara legislativa e instaurar un clima de censura de la libertad de expresión).
Mientras tanto, la izquierda evidencia dificultades para organizarse alrededor de bases sociales sólidas. Ante la política frenética impulsada por el neoliberalismo, que en apenas unas décadas ha revolucionado la matriz productiva y la subjetividad de las sociedades occidentales, la izquierda ha tendido a camuflar esa endeblez organizativa mediante la puesta en juego de diversos “significantes vacíos”, máquinas de guerra electoral y —durante estos días— la superación imaginaria del neoliberalismo. Entendemos que es imprescindible dar la batalla por la hegemonía en todos los campos, pero también defendemos que la centralidad de la política emancipatoria no puede residir en proyectar sombras y perseguir fantasmas gestados por expertos en comunicación política. Esta inercia ha ido arrastrando a la izquierda política hacia formas cada vez más difusas, con un alto grado de inorganicidad en su funcionamiento interno y una falta de ambición programática en relación a aquellos sectores sociales que pueden verdaderamente impulsar y materializar un cambio radical que facilite la planificación coordinada de nuestra vida en común.
La cuestión económica y el marco de la UE
El optimismo del que hablamos parece también pasar por alto algunos factores esenciales para entender qué significan las crisis para el capitalismo y cómo ha actuado históricamente ante ellas. Lo primero sería resaltar un elemento fundamental: las crisis son partes constitutivas del capitalismo. Es decir, una crisis, por sí misma, no debe entenderse como una etapa que necesariamente permita adivinar el fin del capitalismo ni su declive. Se trata de una fase más de la dinámica del capital en la que este se confronta con sus propias contradicciones, de manera quizá más notoria que en etapas de mayor estabilidad. El hecho de que durante una crisis sea más notable la indiferencia del capital por la vida humana y sus condiciones materiales, no siempre representa la antesala de un cambio hacia un proyecto social más equitativo. El capitalismo, como sistema, es un engranaje lógico amoral, cuyo funcionamiento depende de la cosificación de las relaciones sociales. Lo que desnudan las crisis es esa (ir)racionalidad subyacente, pero eso no nos dice nada sobre la eventual superación del orden existente.
De hecho, lo que sucede normalmente durante una crisis es lo contrario, más aún cuando en su fuga hacia adelante el capitalismo no encuentra contrapoderes medianamente consistentes. En esas situaciones, el capital tiende a concentrarse y, consecuentemente, las brechas sociales se agrandan. El hecho de que esto provoque confrontaciones cada vez más enconadas no ha de traducirse en una batalla que resuelva las contradicciones entre capital y trabajo, pues el primero dispone de medios suficientes para forjar nuevas relaciones sociales que desvíen los conflictos hacia otros escenarios, al tiempo que explora nuevas formas de generar ganancias: incrementando la división racial o de género al interior de las clases subalternas, externalizando servicios prescindibles, deslocalizando determinados sectores económicos, condicionando la movilidad de los trabajadores, etc.
Según han sugerido economistas como Michael Roberts, la crisis económica que asoma tiene muchas probabilidades de ser muy superior a la del 2007-08 (o a la crisis fiscal europea de 2011), ya que arranca sin que la crisis anterior haya resuelto sus propias contradicciones, en un escenario económico internacional cargado de incertidumbres. A esto habría que sumar que los propios instrumentos que se emplearon para la salida de la crisis de 2007-08 condicionan el modo en que se va a afrontar esta: la apuesta por la política monetaria y el rescate bancario no hizo más que fortalecer el poder de los sectores especulativos ante las coyunturas críticas por venir. Por referirnos nuevamente al contexto español, estamos apreciando esta tendencia en las medidas que el ejecutivo está planteando con objeto de atajar la crisis social en curso: la moratoria en el ingreso de las hipotecas o la activación de créditos para el pago de los alquileres, aunque pueden resultar parcialmente paliativas, no comprometen en ningún caso los intereses de los sectores rentistas y financieros de la economía nacional.
Por su parte, la Unión Europea ha replicado en estos días la misma dinámica que presenciamos tras el 2011, con las reticencias de diversos Estados miembros (en particular, Alemania, Holanda, Finlandia o Austria) a la creación de “coronabonos” o “bonos de reconstrucción” que mutualicen la salida de la crisis, y con su apuesta por revalidar los mecanismos de rescate financiero a través del MEDE (Mecanismo Europeo de Estabilidad). Además, estos únicamente estarían exentos de contrapartidas si sus fondos se destinaran al rubro sanitario, lo que por tanto dejaría al margen de un potencial apoyo a todas aquellas políticas destinadas a salvaguardar el empleo o preservar los servicios públicos. En este contexto, el papel de la UE como agente geopolítico, ya sumamente trastocado desde el inicio de la guerra comercial entre Estados Unidos y China, puede verse aún más debilitado por la pérdida de legitimidad interna. Aunque debido a las desigualdades de poder económico y a las fuertes relaciones de dependencia entre los países del norte y el sur es difícil imaginar una desestructuración inmediata del mercado común europeo, la ruina de su proyecto político puede conducir a la UE en el medio plazo a una situación crítica, si no a su disolución.
La cuestión geopolítica
Por si esto fuera poco, no es descartable que el (des)orden internacional dé lugar a un nuevo belicismo. Es conocida la tendencia del capitalismo a resolver las crisis y reconstruirse por medio de su “destrucción creativa” por excelencia: las guerras. Lo sucedido desde la última crisis en Libia y Siria —además de las tensiones, sanciones y amenazas hacia Venezuela e Irán u otro tipo de intervenciones como el golpe recientemente perpetrado en Bolivia— podría servirnos de ejemplo. La reactivación de la economía precisa de recursos a bajo coste, y el saqueo de estos en periodos de declive es una de las múltiples políticas, no exentas de convulsiones, que los centros capitalistas adoptan para ello. Este riesgo resulta si cabe aún más inquietante en una época atravesada por el deterioro ecosistémico, la creciente escasez de recursos energéticos y la posibilidad de que pandemias como la que vivimos estos días retornen cíclicamente. El escenario que se abra deberá contar, además, con un factor que hasta ahora parecía parte del pasado: la escalada nuclear reanudada por Estados Unidos en un escenario global de tensión, en el que la potencia norteamericana ha abandonado o finiquitado todo tratado que pueda ponerla freno. Finalmente, es de prever que las intervenciones militares y sus “variantes”, unidas a la catástrofe climática, provocarán nuevos movimientos migratorios de poblaciones en busca de unas condiciones vitales mínimamente garantizadas. Ante esta presión migratoria y el efecto de la crisis económica en los llamados países desarrollados, es factible que el neoliberalismo fomente sus alianzas políticas con las ultraderechas populistas, impulsando un refuerzo de las fronteras que acompañe a sus medidas económicas de austeridad.
Otro de los elementos decisivos de la fase en la que nos adentramos será la posición hegemónica de China. Aunque resulte apresurado declarar el final del imperio estadounidense, no podemos desmerecer el nuevo rol que el país asiático viene jugando en la geopolítica global, el cual solo se ha visto incrementado (especialmente en términos de visibilidad mediática) con la crisis del coronavirus. Como ha destacado David Harvey, China cumplió un papel fundamental en la salida a la crisis financiera de 2008: la masiva inversión en la construcción de infraestructuras y viviendas, junto a la expansión del comercio exterior, dieron cauce a los excedentes de capital y a la realización del valor. Para Harvey, nos encontramos ante una tesitura en la que es dudoso que el gigante asiático, que más recientemente ha comenzado a reconfigurar su modelo productivo hacia el sector de servicios y la inversión en I+D, pueda volver a jugar ese rol.
En relación a Estados Unidos, Harvey pronostica que un eventual desfondamiento de su economía derivado de la crisis sanitaria podría dar lugar a un cierre autoritario de la administración Trump, que en una situación de emergencia incluso contemplaría la nacionalización de sectores productivos clave como la automoción. En definitiva, se trataría de una política destinada a complementar la liquidez con que la Reserva Federal está inyectando la economía durante los primeros compases de la crisis (y que, al igual que sucede en el contexto de la UE con el Banco Central, en términos cuantitativos privilegiaría los intereses del bloque de poder dominante sobre las políticas sociales paliativas). Quién sabe si no asistiremos así a un reemplazo del “Make America Great Again” por un particular “Save America First” (por evocar el libro de 1938 de Jerome Frank, abogado de la primera época del New Deal), que redefina el discurso proteccionista en un contexto de progresiva desglobalización de los flujos económicos.
Por otra parte, incluso si China consiguiera extender su hegemonía político-económica en el nuevo orden mundial, la hegemonía militar de Estados Unidos, con una inversión en defensa superior al agregado en gasto de al menos los siguiente ocho países (y con un presupuesto en crecimiento desbocado), está muy lejos de su alcance. Y, como sabemos, no hay nada más peligroso que un imperio declinante con la autoestima herida y una capacidad de destrucción tan vasta, con cantidades ingentes de bases militares y soldados repartidos por todo el globo.
Este proceso de militarización podría afectar tanto a las relaciones internacionales como al conjunto de la vida pública. Desde hace casi dos décadas, tanto en Estados Unidos como en otras partes del mundo existe una creciente naturalización social de la vigilancia y el control que se puede ver favorecida por las consecuencias psicosociales del confinamiento. Por si fuera poco, durante la crisis del coronavirus estamos asistiendo en diversos países a la proliferación de discursos de patrioterismo folclórico que llaman a la “unidad nacional” y a expresiones coercitivas que alimentan la desconfianza y el miedo entre la ciudadanía. Se trata de una estrategia que fortalece el imaginario reactivo del “policía que llevamos dentro” (una suerte de socialización vírica de la Ley mordaza), con la intriga añadida sobre el uso futuro de los datos que se habrán acumulado en estos meses por medio de aplicaciones y redes sociales, con independencia de que estos hayan sido aportados con la intención de contribuir socialmente a la superación de la emergencia sanitaria.
La crisis ecológica
Otro argumento que nos genera dudas es aquel que quiere ver en el parón productivo ocasionado por la COVID-19 una oportunidad inmejorable para activar procesos de transformación social que hagan frente a las demandas de la crisis ecológica. Compartimos la necesidad de desafiar el modo en que la crisis ecológica está quedando omitida por la emergencia sanitaria, algo que invisibiliza la posible relación entre ambas. (Como ha señalado el biólogo estadounidense Rob Wallace, aunque no existe una certeza absoluta sobre el origen de la pandemia, esta crisis sí permite destacar el vínculo cada vez más notorio entre la extensión geográfica del modelo agroindustrial, sus condiciones de producción y la activación de cepas víricas que hasta este momento habían permanecido aisladas en zonas de naturaleza salvaje o que eran portadas por animales no incorporados aún a la dieta humana).
Sin embargo, somos escépticos respecto al entusiasmo de quienes perciben una noticia esperanzadora en el descenso de las emisiones de gases de efecto invernadero durante estos meses, en la medida en que estimamos que tiene un valor prácticamente insignificante si no se ve dotado de continuidad. Como es sabido, el problema de las emisiones de gases de efecto invernadero en relación a la crisis ecológica no reside en las emisiones puntuales, sino en su acumulación histórica. Y, al contrario de lo que nos gustaría suponer, todo indica que el incremento sostenido de emisiones se reanudará una vez pase la emergencia sanitaria, incluso es probable que se acelere con la justificación de reactivar la economía, tan dependiente de los combustibles fósiles.
De hecho, ya encontramos indicios sumamente preocupantes que apuntan hacia la posibilidad de que la legislación existente sobre regulación medioambiental se vea relajada —si no suprimida— en un futuro inmediato. Así, hace apenas unos días, y adoptando las exigencias de la industria petrolera, la Agencia de Protección del Medio Ambiente de Estados Unidos (EPA, por sus siglas en inglés) anunciaba que, ante la incertidumbre que la COVID-19 arrojaba sobre la economía norteamericana, se suspendían temporalmente las leyes de protección ambiental. Es evidente que en un escenario político de excepcionalidad, en el que es más que factible que se refuercen posturas autoritarias, y ante la inexistencia de acuerdos internacionales ante los que responder (recordemos que la administración Trump se retiró de los Acuerdos de París), la medida abre la posibilidad de que este tipo de actuaciones proliferen y se alarguen en el tiempo. Además, el ejemplo estadounidense podría ser perfectamente replicado en todos aquellos países que no quieran perder el paso competitivo, de acuerdo con la lógica del crecimiento económico capitalista.
Para concluir, en el contexto que se avecina no podemos descartar que dentro del propio ecologismo, en contraposición a aquellas voces que proponen cambios sistémicos, se fortalezcan a medio plazo posturas de carácter biorregionalista, econacionalista o ecofascista, con un fuerte sesgo clasista y racista, que invoquen melancólicamente pasados míticos de conexión con la naturaleza o abracen diversas variantes de un antihumanismo neomalthusiano.
Otro Plan Marshall… ¿es posible?
En relación a este panorama cabría preguntarse cómo se encuentra posicionada la izquierda social y política, más allá de las proyecciones imaginarias que hemos cuestionado. Obviamente, no tratamos de despreciar la importancia de la imaginación política respecto a la evolución futura del curso de la historia, pero sí cuestionar su desconexión radical respecto a un análisis medianamente preciso de la correlación de fuerzas.
Durante estos días hemos escuchado alusiones a la necesidad de implementar un nuevo Plan Marshall para Europa, que en este caso sea impulsado por las propias instituciones europeas, en lugar de contar con la tutela del socio estadounidense. En realidad, se trata de una visión sumamente paternalista del viraje sociopolítico por venir, que autonomiza la centralidad del Estado en los procesos de transformación. Algo similar se puede decir de quienes abogan por la implementación de un Green New Deal. En ambos casos se pasa por alto que los procesos históricos del siglo XX en que se inspiran fueron impulsados gracias a la acumulación de poder por el movimiento obrero en un ciclo de larga duración, que tuvo, entre otros, hitos tan relevantes como los acontecimientos revolucionarios de 1848, 1871 y 1917. Quienes claman por activar una matriz neokeynesiana de políticas públicas con frecuencia olvidan realizar una valoración más específica de cuáles fueron las circunstancias que propiciaron el original histórico al que se abrazan.
Como han señalado autores como Mike Davis o Noam Chomsky, la fortaleza de los sindicatos industriales estadounidenses fue decisiva durante los años treinta para que el presidente Roosevelt impulsara la segunda tanda de medidas sociales del New Deal, que pese a todo se quedaron a las puertas de la creación de un sistema sanitario público (un déficit que genera grandes estragos en la población norteamericana, como se evidencia en estos días). Por otra parte, esa dialéctica entre el poder sindical y el Partido Demócrata, sumada al clima premacarthista y las acusaciones de querer implantar un régimen comunista en Estados Unidos, impidieron que la clase trabajadora estadounidense consolidara una organización política propia de referencia (otra cuenta pendiente que se arrastra hasta hoy).
En cuanto a Europa, según recuerda Josep Fontana, el Plan Marshall fue ante todo un ejercicio de contención que marcó en 1947 el inicio de la Guerra Fría, con la consecuente dependencia de Estados Unidos a todos los niveles (incluido el energético, con el giro decisivo hacia el petróleo que, como han señalado Timothy Mitchell o Andreas Malm, propulsó a las multinacionales petroquímicas estadounidenses). Este plan de contención no solo fue implementado por el gobierno de Estados Unidos con la intención de aplacar la irradiación de la Unión Soviética en Europa occidental, sino que supuso un pacto de coyuntura entre las fuerzas del capital y del trabajo en el contexto de la posguerra, que no siempre colmaba las aspiraciones de las clases subalternas.
Según destacara hace décadas E. P. Thompson, o más recientemente Selina Todd, el período 1942-48 contribuyó a que las clases trabajadoras de Europa occidental alcanzaran una hegemonía social sin precedentes, lo cual permitió al gobierno británico llevar adelante una agresiva agenda de reformas sociales —incluida la nacionalización de sectores estratégicos—, que se sitúa en el origen del Estado del bienestar. Pero esas reformas eran percibidas por amplios sectores del movimiento obrero y de la cultura antifascista como un avance provisional hacia el socialismo, no como una conquista definitiva. El Estado del bienestar era un ámbito en disputa entre quienes reivindicaban la herencia de esa imaginación histórica, y su progresiva conversión en lo que el propio Thompson denominó un “Estado de oportunidad”: un modelo social que, en lugar de constituirse como un horizonte nivelador que garantizara la felicidad colectiva, promovió la conciencia individualista según la cual la igualdad era concebida como un punto de partida para la competitividad entre pares.
Que este segundo modelo se impusiera allanó el camino a las tesis de la Escuela de Chicago, con Friedman a la cabeza. Lo que hizo la contrarrevolución neoliberal fue construir un nuevo juego de equilibrios en el que el secesionismo de las élites (el blindaje de los intereses del 1%) y la creciente desigualdad en el acceso a los ingresos y los servicios sociales se conjugó con un modelo meritocrático falaz de reconocimiento económico y cultural. La carencia de una cultura igualitaria bajo este modelo ha acabado reproduciendo, en ese sentido, la desarticulación de las clases trabajadoras a la que aludíamos más arriba. Esto dificulta enormemente la construcción de formas de solidaridad que no respondan simplemente a una irrigación del Estado hacia la sociedad civil por medio de políticas redistributivas; un clima social en el que la falta de acceso al empleo y ciertos bienes de primera necesidad (como la energía), sumada a la crisis de los cuidados y al bloqueo de la imaginación de alternativas radicales y factibles, constituye un cóctel subjetivo enormemente inflamable.
La izquierda ante una nueva encrucijada histórica
Si queremos atajar una posible involución de nuestras sociedades que capitalice en un sentido reactivo las diferencias abismales ya existentes en términos de clase, género y raza, la izquierda ha de actuar de manera coordinada en diversos frentes y dotarse de los contrapesos adecuados para ello. No nos cabe duda de que las expresiones de solidaridad y de concienciación ciudadana en favor de lo público que presenciamos emocionados estos días quedarán como un capital político incalculable para rearmar toda forma de resistencia social. Pero el trabajo de formación de un nuevo bloque histórico no puede responder nuevamente a los atajos discursivos que han hegemonizado el ciclo de la “nueva política“ —notablemente presente en casi todas las geografías del Estado español—, un aspecto que ayuda a explicar la escasísima porosidad de esas organizaciones para canalizar las demandas procedentes de los sectores sociales desfavorecidos.
Con todo, también deseamos identificar algunos elementos esperanzadores para mirar al futuro. Pese a que no creemos que se deba sobrevalorar la capacidad de los movimientos ciudadanos y de la ”nueva política“ para colmar la desestructuración neoliberal de la vida pública, lo cierto es que el ciclo abierto en 2008 no solo ha fortalecido el poder de las finanzas. También ha forjado valiosos espacios de aprendizaje para las formas de contestación dentro del tejido asociativo de los barrios y otros ámbitos de conflicto y resistencia sociopolítica de base. En todo caso, es posible que, en el futuro inmediato, la rabia y la conciencia acumuladas durante el movimiento ciudadano detonado en el 2011 deban encontrar otra modulación política. La memoria viva de las protestas sociales y la pervivencia de redes informales de organización comunitaria gestadas desde entonces ofrecen una buena plataforma sobre la que fraguar las luchas que vendrán, pero probablemente estas presenten una composición social diferente a la del ciclo anterior. En el caso español, esas luchas deberán además encarar el reto de resistir a la posibilidad de que unos nuevos ”Pactos de la Moncloa“ consoliden la autonomía de la política partidista, con la justificación de atajar la incertidumbre económico-social.
Ante una emergencia como la actual y sus probables consecuencias dramáticas, antes que imaginar futuros desconectados de la realidad histórica que nos ha tocado vivir, y con el propósito genuino de construir una fuerza transformadora en beneficio de la mayoría, es importante que la izquierda disponga de una radiografía lo más precisa posible de la situación que enfrenta. No para quedarse en un mero nivel de análisis, sino para inscribir de modo efectivo su acción en el proceso político que abre la crisis de la COVID-19. Si, como señaló Bertolt Brecht, ”la esperanza está latente en las contradicciones“, entonces hemos de afrontar estas con determinación, sin recrearnos en proyecciones autocumplidas. Solo de esta forma será posible constituir formas cohesionadas de contrapoder, que puedan anticiparse a las élites y resistir sus ”políticas inevitables” de forma imaginativa, para así activar aquellas alternativas que respondan a las necesidades y anhelos de una vida mejor en común.
(Artículo escrito con Jaime Vindel, aparecido en El Salto Diario el 12 de abril de 2020)