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El mundo después del COVID-19: ¿Debemos (volver a) preocuparnos por las armas nucleares?

El ecologismo ante los desafíos de la nueva carrera nuclear y la geoingeniería

A finales del pasado mes de enero, el Boletín de Científicos Atómicos (Bulletin of Atomic Scientist), que desde 1945 es un referente ineludible acerca de aquellas cuestiones científicas y de seguridad que los avances tecnológicos tienen sobre la humanidad, publicó su Declaración del Reloj del Juicio Final 2020 (2020 Doomsday Clock Statement). En esta Declaración, el Boletín advertía que “la situación de la seguridad internacional es ahora más peligrosa de lo que ha sido nunca, incluso en el apogeo de la Guerra Fría”. Asimismo, destacaba que la humanidad “continúa enfrentando dos peligros existenciales simultáneos: la guerra nuclear y el cambio climático, que se ven agravados por un multiplicador de amenazas, una guerra de información cibernética, que socava la capacidad de respuesta de la sociedad”. Y subrayaba que la situación se veía agravada “porque los líderes mundiales han permitido que la infraestructura política internacional para gestionarlos se erosione”, alertando sobre la absoluta ausencia de planes por parte de Estados Unidos para reanudar las conversaciones sobre el control de armas nucleares con Rusia, país contra el que, junto a China, “se ha adoptado un tono intimidatorio y burlón”. Para reflejar lo alarmante de la situación, el Boletín situó su Reloj del Juicio Final a cien segundos de la medianoche. Este Reloj, creado en 1947 y reconocido “universalmente como indicador de la vulnerabilidad del mundo ante la catástrofe por armas nucleares, cambio climático, y tecnologías disruptivas en otros ámbitos”, relaciona simbólicamente, para expresar la situación de “las amenazas a la humanidad y al planeta”, la cuenta atrás previa a toda explosión nuclear con la medianoche que anuncia la llegada del Apocalipsis en el libro de las Revelaciones del Nuevo Testamento. El Reloj posiciona su hora cada año de acuerdo al criterio del Consejo de Ciencia y Seguridad del Boletín y su Consejo de Patrocinadores, que incluye a trece Premios Nobel. Estaba en 2017 a dos minutos y medio para la medianoche, y pasó a dos en 2018, distancia a la que se mantuvo en 2019. Al adelantarlo en 2020 veinte segundos, hasta las 23:58.20, nunca antes había estado tan cerca de la medianoche. El Boletín advertía así de la alarmante proximidad de la humanidad a su autodestrucción.

La Declaración obtuvo una cierta atención mediática, pero pronto sus implicaciones quedaron enterradas bajo la emergencia sanitaria del COVID-19. Sin embargo, como ha señalado Noam Chomsky a DiEM25 haciéndose eco del informe del Boletín, la crisis del coronavirus pasará y, a pesar de sus “consecuencias aterradoras”, entonces continuarán frente a nuestros ojos los dos desafíos más amenazadores de nuestra época: la guerra nuclear y el calentamiento global. Ante este panorama conviene repasar ciertos acontecimientos recientes, los cuales parecen proyectar escenarios que algunos creían pasados, para así reposicionar la inquietante amenaza nuclear en tiempos de cambio climático. Por si esto fuera poco, la relación entre el campo de la investigación armamentística nuclear y el de algunas propuestas para resolver la actual catástrofe ecosocial (que podrían ganar relevancia ante la probable agudización de esta después del impasse productivo actual), manifiesta concepciones y prácticas preocupantes, sobre las que un movimiento ecologista en crecimiento —organizativo y espontáneo— como el actual, debe ahondar para preparar su acción. Al mismo tiempo, estos elementos podrían servir incluso para redescubrir vínculos y preocupaciones que parecían ya olvidados, y así repensar y reformular aspectos esenciales para afrontar algunas cuestiones tácticas y estratégicas en la larga lucha por un reequilibrio entre las esferas de la vida social y natural.

La excusa del escalate-to-descalate para justificar una nueva carrera nuclear.

A los pocos días de la publicación de la Declaración del Boletín, mientras los espectadores del mundo entero se entretenían con la teatralidad de un impeachment del que ya conocían su resolución, la Federación de Científicos Estadounidenses (FAS, por sus siglas en inglés) desvelaba, en un artículo de Hans M. Kristensen, director del Proyecto de Información Nuclear de FAS, y el periodista y consultor para la organización, William M. Arkin, que a finales de 2019 la Marina había movilizado un submarino Trident armado por primera vez con el nuevo misil nuclear de bajo rendimiento (low-yield nuclear warhead) W76-2, con un tercio de la capacidad destructora de la bomba lanzada sobre Hiroshima.

La fabricación de este misil se había anunciado en 2018 por medio de una nueva Revisión de la Postura Nuclear (NPR). Las NPR sirven para definir el papel del armamento nuclear en la estrategia de seguridad de los Estados Unidos. En esta NPR, Trump había indicado que Estados Unidos no contaba con una capacidad nuclear “rápida” para disuadir a Rusia de utilizar su armamento nuclear táctico. Y así, el nuevo W76-2 debía “ayudar a contrarrestar cualquier percepción errónea de una ‘brecha’ explotable en las capacidades de disuasión regional de Estados Unidos”, en clara alusión a Rusia. De este modo, esta iniciativa señalaba a una presunta táctica rusa de “escalar-para-desescalar” (escalate-to-deescalate), según la cual, entre sus planes en un conflicto regional, Rusia consideraba la posibilidad de escalar sus ataques convencionales a nucleares de manera limitada, con el fin de sorprender a su adversario para posteriormente negociar la paz en ventaja. Sin embargo, Kristensen y Arkin advertían de que “no hay ninguna evidencia firme de que una decisión nuclear rusa sobre el riesgo que involucra una escalada nuclear dependa del rendimiento de algún arma nuclear estadounidense”. Y añadían que “Estados Unidos ya dispone de una gran cantidad de armas en su arsenal nuclear que tienen opciones de bajo rendimiento, alrededor de 1.000 según nuestra estimación”. La fabricación del misil W76-2 y la amenaza de que, por sus cualidades de despliegue rápido y su relativamente baja capacidad destructiva, sea más factible que se haga uso de él con fines “preventivos” (para utilizar un eufemismo de la política militar), es solo una más de las múltiples noticias preocupantes relacionadas con la industria militar nuclear estadounidense en los últimos años.

Y es que en el mismo 2019, Trump sacó a Estados Unidos del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF), vigente desde 1988, por el que se limitaba un amplio tipo de misiles balísticos y de crucero. A los pocos meses, Estados Unidos comenzó una serie de pruebas con misiles prohibidos en el tratado —ensayos que han continuado y a los que hay que añadir otros igualmente amenazadores, incluso durante la crisis del COVID-19—. El presidente estadounidense también se ha mostrado contrario a extender el acuerdo New START con Rusia, que expira en 2021, el último de los tratados que aún limita los arsenales nucleares de Estados Unidos y Rusia. A este respecto, Richard Burt, antiguo embajador con George Bush padre que negoció el acuerdo original START I, firmado en 1991, ha mostrado su preocupación por la pasividad con la que Trump permite expirar el New START, ya que esto “elimina las vallas de contención nucleares”.

No es la única voz autorizada que ha manifestado su preocupación. Scott Ritter, antiguo inspector de armas de la ONU y oficial de Marines que ayudó a implementar el INF, ha mostrado su preocupación por “el fin del control armamentístico y el principio de una nueva carrera que sería muy desestabilizadora”, después de la Guerra Fría. Por su parte, el Premio Pulitzer y especialista en política exterior estadounidense, Fred Kaplan, ha destacado “el peligroso sin sentido” del nuevo misil nuclear ante la idoneidad de “mantener el umbral entre la guerra convencional y la nuclear lo más alto posible”. Del mismo modo, William M. Arkin, co-autor del artículo de la Federation of American Scientists (FAS) y autor de importantes libros sobre el tema, ha señalado que las nuevas armas permitirían a Trump escalar la crisis con Irán a nivel nuclear, “casi al estilo de Hiroshima, (…) para prevenir una guerra total más amplia y teóricamente más destructiva”.

Además, en febrero Trump desveló el plan para crear un nuevo misil nuclear W93 para submarinos, como parte de un incremento en 19.800 millones de dólares para la Administración Nacional de Seguridad Nuclear. El presupuesto de esta agencia, dedicada al mantenimiento y desarrollo del arsenal, ha aumentado en más de un 50% desde que Trump accediera a la presidencia en 2017, mientras la inversión militar general continúa desbocada. Y estas cifras resultan aún más inquietantes a la luz del perfil del inquilino de la Casa Blanca, porque, a pesar de que, como dice Ritter, Trump “heredó el fracaso de la visión de Obama” —quien promulgó el New START, pero lanzó un programa billonario de modernización del arsenal nuclear y permitió que se alimentara la idea falsa de que Irán buscaba desarrollar armas nucleares—, según recoge Arkin varios oficiales del Pentágono han subrayado que “si le presentamos a Trump un centenar de opciones sobre qué hacer en una determinada crisis, y solo una de ellas es nuclear, podría ir hasta el final de la lista y elegir la más catastrófica”. Y para militares con más de 35 años en el ejército, resulta una sombría novedad tener que preocuparse por primera vez por “la personalidad del presidente al presentarle opciones militares” y sus “inseguridades nucleares”.

Así, la particular carrera nuclear que Estados Unidos ha reanudado aparece hoy como una de las políticas más amenazadoras en su confrontación con Rusia (y, en otro nivel, con China). La excusa estadounidense del escalate-to-deescalate ruso con el fin de escalar su propia carrera armamentítica replica así la misma lógica de desconfianza propia de los peores tiempos de la Guerra Fría que condujo a la escalada infinita que durante tanto tiempo amenazó la existencia de toda la humanidad. El hecho de que además esta carrera reciba una atención mediática menor, debilita una respuesta crítica potencial a diferentes niveles. Y entre estos, el desconocimiento generalizado en buena parte de la ciudadanía amortigua su propia capacidad para contrarrestar la turbadora combinación que pudiera darse entre la amenaza nuclear y la práctica despótica del poder.

De la carrera nuclear a la geoingeniería: el Lawrence Livermore National Laboratory y el dilema Oppenheimer vs Teller.

No es esta lógica desestabilizadora, sin embargo, la única reminiscencia de la Guerra Fría que este escenario nos ofrece. Para aquellos preocupados por el nexo aún latente entre la amenaza nuclear y el cambio climático, y las sombras que este proyecta sobre la vida en el planeta hoy, otros elementos residuales de aquella época en ciencia y política pueden resultar incluso más perversos. Y es que, más allá del vínculo entre el desarrollo del militarismo nuclear y el principio de la Gran Aceleración (la extrema alteración de los ecosistemas terrestres provocada por la actividad humana a partir de mediados del siglo XX), sigue dominando en la actualidad, entre amplios estamentos del poder político y fáctico, una concepción hegemónica sobre la relación con nuestro entorno de gran impacto para enfrentar la catástrofe ecosocial que vivimos. Para dar cuenta de ella, recurriré al ejemplo del Lawrence Livermore National Laboratory (LLNL) por medio del trabajo del profesor de ética pública de la Universidad de Canberra, Clive Hamilton.

El LLNL fue un ente clave del complejo industrial-militar estadounidense en la Guerra Fría, fundado en 1952 para competir con el laboratorio de armas nucleares Los Alamos National Laboratory, que se estableció en 1942 como parte del Proyecto Manhattan. Mientras el primer director de este, J. Robert Oppenheimer, considerado el padre de la bomba atómica, abandonaba Los Alamos al final de la guerra y apostaba por limitar la proliferación de las armas nucleares, sus subordinados en el Proyecto Manhattan, Edward Teller y Ernst Lawrence, co-fundaban el LLNL. Teller, uno de los padres de la bomba de hidrógeno, fue quien pujó más fuerte por crear este segundo laboratorio.

Pero la relación entre Oppenheimer y Teller refleja también la compleja relación entre la investigación científica y la política. En medio de las persecuciones anticomunistas de los años 50, Teller declaró contra su antiguo superior ante la Comisión de Energía Atómica (AEC) para que se le revocara su acceso a información clasificada. Oppenheimer sería apartado de todo programa público, mientras Teller (como Lawrence y tantos otros) vería crecer su influencia política de manera significativa. A lo largo de una extensa carrera en la que llegó a abogar por el uso de armas nucleares para la ingeniería civil, Teller traduciría esta influencia en abundantes apoyos a la investigación nuclear con fines militares. Su papel decisivo sobre la carrera armamentística —hasta el punto de recibir el apoyo de Ronald Reagan para la Iniciativa de Defensa Estratégica (o Guerra de las Galaxias), que recibió múltiples burlas de la comunidad científica— le llevó a ser considerado “el científico más poderoso del mundo” y “el héroe de la ciencia para la derecha republicana”.

Sin embargo, con los tratados que limitaban la proliferación y creación de armas nucleares y el fin de la Guerra Fría, el LLNL tendría que reconvertirse. Y en junio de 1991, un “milagro” le dio una nueva oportunidad: el monte Pinatubo, en Filipinas, entró en erupción con tal potencia que inyectó la estratosfera con el mayor volumen de aerosol de ácido sulfúrico jamás registrado. El fenómeno redujo la luz que entra en la Tierra en un 10%, y así la temperatura se redujo en 0.4 grados centígrados aquel año, al tiempo que una gran destrucción de ozono en la atmósfera disminuía su presencia hasta los niveles más bajos. Teller y sus discípulos, muchos de ellos vinculados al LLNL, comenzaron entonces a promover la idea de esparcir aerosol de sulfato para paliar el calentamiento global —una propuesta realizada por primera vez en 1974 por el climatólogo soviético Mijaíl Budyko, aunque en su caso era para proteger al planeta del crecimiento insaciable capitalista—. Ensalzando la intervención tecnológica frente a las “medidas internacionales centradas en las prohibiciones”, Teller y los suyos se metieron de lleno a promocionar proyectos de intervención a gran escala sobre los sistemas naturales para contrarrestar el cambio climático; es decir, a promocionar la geoingeniería.

En las últimas décadas, la geoingeniería ha continuado siendo debatida dentro de la comunidad científica, con enfrentamientos entre apologistas, como el físico David Keith de la Universidad de Harvard (y propietario de una empresa pionera en el sector), y escépticos, como el climatólogo Alan Robock de Universidad Rutgers. Además, ha aumentado su menú de propuestas, tanto en la Gestión de la Radiación Solar (SRM) como en lo que se llaman Tecnologías de Emisiones Negativas (NETs) o Eliminación de Dióxido de Carbono (CDR) —que tienen un precedente histórico en una idea realizada en 1977 por el físico italiano Cesare Marchetti de capturar dióxido de carbono industrial y retenerlo en profundidades oceánicas—. Se trata en todos los casos de propuestas caras, poco contrastadas y que no responden con claridad a las incógnitas sobre los ámbitos y condiciones para llevarlas a cabo, ni a los efectos que cualquier posible negligencia pudiera acarrear sobre distintos ecosistemas y poblaciones.

Cabe señalar que el capitalismo fósil ve en estos proyectos de “destrucción creativa” una alternativa a las limitaciones de las emisiones, con la jugosa perspectiva de la recuperación mejorada de petróleo por medio del CO2 capturado en el horizonte. Por ello, no resulta extraño que la investigación de la geoingeniería haya sido ampliamente apoyada por figuras como Bill Gates o think tanks neoliberales vinculados a las industrias petroquímicas, como el American Enterprise Institute, el Cato Institute o el Heartland Institute. Como ha señalado Hamilton, resulta paradójico que organizaciones de este perfil, que han rechazado por tanto tiempo la validez de la ciencia climática, apoyen con tanta vehemencia aplicaciones científico-técnicas como “solución a un problema que decían que no existía”. Y no son pocas las voces que, desde el ecologismo —y a pesar de ciertas posiciones controvertidas—, han alertado sobre los riesgos de estas prácticas.

Pero además, la geoingeniería plantea varias cuestiones controvertidas desde el punto de vista científico, político y ético. Y es que, aparte de que el calentamiento del planeta no es el único aspecto disruptivo de nuestra época geológica (ya la denominemos Antropoceno, como propuso el premio Nobel de química Paul Crutzen en el año 2000 y se le ha pedido reconocer a la Comisión Internacional de Estratigrafía; o Capitaloceno, como prefieren denominarla algunos críticos desde las humanidades), Hamilton ha planteado la dificultad para estimar la validez técnica de estas soluciones ante la imposibilidad de aislarlas de los efectos naturales variables (como corrientes o monzones, por ejemplo) y del propio impacto del calentamiento provocado por la humanidad. Asimismo, si como plantean los apologistas de la geoingeniería, después de su despliegue se podrían tardar décadas en recoger suficientes datos con los que juzgar la validez de las propuestas, en un mundo amenazado por la incertidumbre climática, la labor de los científicos para dar respuesta a la constante aparición de contingencias se vería extremadamente limitada.

En los ámbitos político y ético, como también ha indicado Hamilton, la geoingeniería ofrece un panorama potencial igualmente sombrío. Por un lado, porque ante la regulación climática global, su implementación colocaría a la clase política en una situación de enorme dependencia de una élite tecnócrata. Y ya que estas tecnologías regularían nuestras condiciones de vida, es difícil confiar en que, una vez participen de ellas entes políticos, corporativos o militares, los geoingenieros pudieran mantener la neutralidad técnica con que defienden sus propuestas. Esto afectaría a la credibilidad de esas mismas instituciones públicas que, por medio de decisiones político-económicas, llevaron al desastre que ahora pretenden paliar; lo que desembocaría en una desconfianza irreparable en toda forma de democracia, por laxa que esta fuera.

Así pues, en este escenario hipotético, cabe preguntarse: ¿en quién confiaría una clase política dominante dependiente de una élite científica? ¿En aquellos cuya experticia fuera crítica o en aquellos afines políticamente, aduladores o serviles? Y si este control climático se tradujera —como es más que factible— en un aspecto fundamental para el control estratégico global, del que además dependería toda una carrera profesional, ¿qué camino tomarían los apologistas de la geoingeniería? ¿El de los Oppenheimer o el de los Teller?

El hombre sobre el planeta: la escalada militar y la tecnología como “manos invisibles”.

La relación entre la investigación militar nuclear y la geoingeniería trasciende el vínculo histórico entre instituciones y figuras destacadas en ambos campos. Y es que, más allá de que la geoingeniería proponga soluciones difícilmente contrastables para atajar apenas algunos síntomas —sin un análisis sistémico de lo que implica la catástrofe ecosocial de nuestra época—, su mirada estrecha replica muchos otros ingredientes de la concepción del mundo característica de la Guerra Fría; una visión que se manifestó y se sigue manifestando también en la carrera nuclear. Así, como si se adaptaran al ámbito militar o climático las doctrinas económicas liberales, según las cuales la “mano invisible” del mercado regula la economía, la escalada armamentística se propone como la “mano invisible” de la política militar para prevenir la guerra (aunque no garantice la paz), mientras la geoingeniería confía en la tecnología como la “mano invisible” de la ciencia frente al calentamiento global (aunque no resuelva la fractura ecosocial).

En su desatención a las variables sociales y naturales, esta concepción abraza un universalismo idealista, ahistórico, propio de aquellas prácticas y metodologías dominantes que reducen la economía, la política o la ciencia a ámbitos exclusivamente técnicos, neutros en su “esencia”. Replicando comportamientos análogos de los apologistas del liberalismo económico o de la escalada nuclear, los de la geoingeniería, como ha señalado Hamilton, “prometen convertir un fracaso drástico del sistema de la libre empresa en un triunfo del ingenio humano” al tiempo que “piden un mayor dominio sobre la naturaleza”. Destaca así en esta mentalidad, la reconversión actual de una lógica de la Guerra Fría en la que las élites científicas, autoconcebidas como tecnócratas neutrales (y a los que nadie ha elegido) al mando del futuro de todos, se nos presentan como dominadores absolutos sobre la Tierra, en perfecto control sobre el planeta. Por medio de la aplicación del conocimiento acumulado sobre la reacción del medio al armamento nuclear, la tecnología se nos propone como solución neutral; limpia de toda impureza social, indiferente a toda contingencia natural. Paradójicamente, esta visión tan propia de la Guerra Fría es inseparable del origen y las causas de la Gran Aceleración que ha llevado a la catástrofe que se pretende corregir; cuyo inicio, no por casualidad, coincide con el de la propia Guerra Fría. Resulta por ello coherente que las soluciones que se promueven desde estas esferas se hagan para continuar como si no hubiera pasado ni pasara nada: ante “el fin de la Historia”, no abogan por cambios estructurales, sino por ajustes que permitan ganar tiempo y perpetuar el business as usual.

Pero esta no es una lógica exclusiva de la Guerra Fría. Responde a una forma particular de practicar y comprender nuestra relación social con la naturaleza en términos de superioridad absoluta, alimentada exponencialmente por la necesidad de crecimiento infinito del capitalismo, que ejerce de combustible constante sobre esta visión. Se trata de la lógica del derecho unilateral del hombre (preferiblemente blanco) a ejercer su maestría sobre el planeta sin límites, a experimentar con sus posibilidades como el doctor Frankenstein en su laboratorio; en definitiva, se trata de un fundamentalismo del progreso y un prometeismo teleológico que abrasa a cualquier otro posible, ilustrado y secular. Y al no ser tan solo una lógica histórica (en este caso de la Guerra Fría), no se trataría únicamente de un regreso a una concepción exclusiva de la segunda mitad del siglo XX. Estaríamos hablando, por tanto, de una visión tanto histórica —en la que las particularidades tecnológicas de la Guerra Fría habrían propiciado el desarrollo de ciertas prácticas— como transhistórica —vinculada a aquellas otras que forjaron nuestra atrofiada relación con el entorno natural—. El problema no sería solo el de los tecno-fetichistas encerrados en la Guerra Fría con olor a naftalina, que también, sino una ambición insaciable por controlar el planeta y ejercer sobre él un dominio autófago, con el capital como principal beneficiario.

El movimiento ecologista surgió durante la Guerra Fría en íntima relación con una creciente preocupación y resistencia a la amenaza nuclear. A pesar del impacto de esta, no son pocos los que ven en ella un episodio del pasado con pocas posibilidades de que se replique hoy. Nada podría estar más lejos de la realidad. Lógicas como la del control absoluto del destino del planeta por parte de una élite tecnócrata siguen presentes en nuestro escenario actual. Ante el avance de la catástrofe ecosocial, las perspectivas ciertas de una regresión antidemocrática que, como parte de las ambiciones geopolíticas de dominación global, puedan darse en relación a una nueva escalada nuclear o a la implementación de propuestas de geoingeniería, resultan hoy incluso más peligrosas, por su combinación con el desarrollo tecnológico y las necesidades críticas del capitalismo actual. Por ello, si la preocupación por el destino de la humanidad frente a la amenaza nuclear sirvió en su momento para que intelectuales como Barry Commoner, Rachel Carson, E.P. Thompson o Manuel Sacristán se cuestionaran los destinos ecológicos de nuestro planeta bajo la economía capitalista, resulta imprescindible que el ecologismo contemporáneo —en cuyo esperanzador crecimiento se encuentran el avance de las ciencias climáticas, la espontaneidad civil y un renovado sentido de organización— recupere y reformule ciertas inquietudes históricas que vuelvan a situar en un plano visible tanto su pacifismo combativo y antiimperialista como su internacionalismo anticapitalista. De este modo, a la hora de exponer la concepción que domina tanto en la nueva carrera nuclear como en las propuestas técnicas que los poderes fácticos hacen para aliviar ciertos síntomas de la catástrofe ecosocial, en la connivencia de estos campos y muchos otros con multinacionales petroquímicas y think tanks neoliberales, o en su condescendencia con el poder político despótico, resultará más sencillo comprender que los principios antimilitaristas y anticapitalistas son aspectos que todo ecologismo con verdadero carácter transformador nunca debe abandonar.

Como ha indicado Chomsky, una vez superada la emergencia del COVID-19, tanto la amenaza nuclear como la del calentamiento global deberán ser abordadas, “pero no hay mucho tiempo”; y si no se enfrentan con la adecuada concienciación y contundencia, “habremos terminado”. Solo con esta determinación el movimiento ecologista podrá constituirse como una verdadera fuerza social con capacidad para frenar el avance, que hoy parece inexorable, del Reloj del Juicio Final hacia una medianoche que nos sumergiría en la más absoluta oscuridad.

(Publicado inicialmente en El Salto Diario el 9 de abril de 2020)

 

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