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La gloria de ser útil. Farruco Sesto

“…Atendiendo al público, no hay nada mejor que trabajar con la gente y para la gente…” Esta sencilla y familiar frase del comandante Chávez, extraída casi como al azar de una intervención suya inaugurando una arepera, me da la clave para reflexionar sobre lo que implica el compromiso de “servir al pueblo”, tanto en los grandes asuntos del Estado, como en la más pequeña tarea que puede haber, por ejemplo, detrás de una taquilla atendiendo al público.

Lo sé por experiencia propia: la gloria de ser útil, para decirlo con las palabras de Bolívar, es uno de los privilegios de la existencia.

Si hablamos de las más altas responsabilidades en términos políticos, la posibilidad de incidir con hechos concretos en el buen vivir que la gente merece, y en el florecimiento de su dignidad, es una de las grandes compensaciones espirituales que te puede ofrecer la vida cuando estás en funciones de gobierno o ejerciendo algún cargo en la estructura del Estado. Hay una satisfacción allí, tan profunda, en el hecho de servir, que difícilmente pueda ser comprendida por quien no haya tenido esa oportunidad. ¿Qué mayor alegría puede haber que influir en la vida de las personas, para mejorarla, tanto en lo sustantivo como en lo cotidiano, tomando las decisiones oportunas y dejando que fluyan las intuiciones? Y, sobre todo, cuando todo ello tiene lugar con la disposición de mandar obedeciendo, devolviéndole al pueblo el poder que por definición le pertenece.

¿Qué hay riesgos en cada decisión tomada junto al pueblo y para el pueblo? Seguro que los hay. Y también, sin duda, el entendimiento de que eso es así forma parte de la angustia del dirigente, a la hora de valorar sus obligaciones. Porque una cosa viene con la otra, la dicha de sentirse útil, junto al natural temor a equivocarse, a fallarle a la gente que de tus decisiones depende. Será la conciencia de cada uno en cada caso, y una tensión constante y creadora, junto al sentido de la trascendencia de la misión, lo que nos permita hacer frente a las dificultades propias de la tarea asumida, así como a las adversidades, a las torceduras, a las dudas y desde luego a las incomprensiones que nunca faltan, para seguir siempre adelante y no traicionarse a uno mismo ni a nadie, en el cumplimiento de los objetivos revolucionarios asumidos.

Pero esto que vale para las altas responsabilidades, es casi exactamente igual para aquellas pequeñas tareas de atención a los ciudadanos que la vida pueda poner en nuestras manos. Pues a pesar de la diferencia de escala, no hay ninguna otra divergencia esencial en cuanto a su naturaleza, ni en lo político, ni en lo ético. Básicamente se trata de lo mismo en ambos casos. La idea de servir al pueblo con igual actitud comprometida. Es la misma pasión, el mismo amor, la misma entrega, las que se necesitan para ello. La misma mirada generosa y dispuesta a favor de la gente, para acompañarla en sus cuitas y problemas cotidianos. Así como, por supuesto, la misma rebeldía antiburocrática, el mismo inconformismo contra la rutina, el mismo reinventar una y otra vez los procesos, para que se vaya sedimentando un buen hacer revolucionario. Porque, justamente, la revolución se mueve y debe estar presente en todos los ámbitos. También aquí, en el pequeño gesto de interpretar las necesidades de un ciudadano, de una familia, de una comunidad, para atenderlas con la sensibilidad que se requiere. Y nunca jamás, mucho menos en nombre del Estado, a partir de un protocolo que pudiera estar dibujado en tonos grises, hacerse cómplice ya no de la injusticia, que por supuesto sería imperdonable, sino inclusive de la arbitrariedad y la desatención.

A propósito de esto, por cierto, tuve la oportunidad de ver en estos días el extraordinario filme de Ken Loach, “Yo Daniel Blake”, Palma de Oro en el Festival de Cannes, 2016. (Por si alguien quiere repetir la experiencia, creo que se consigue en YouTube). Entre otros temas de mayor profundidad y alcance, esta obra de arte, de gran transparencia y sencillez, trata también de como la legalidad burocrática corta en pedacitos la vida de un ser humano a propósito de unos trámites y de los protocolos establecidos. Me recordó en algún aspecto, aunque en un tono más dramático, a “La muerte de un burócrata”, aquella maravillosa película de Gutiérrez Alea, 1966, (que también se consigue en YouTube).

Vale la pena sentarse a ver estas historias plenas de humanidad que el cine nos ofrece. Y repensarlas. Lo digo, en concordancia con lo que veníamos reflexionando. Para que a aquellos a quienes la vida nos puso detrás de una taquilla representando a las instituciones, no se nos olvide nuestro compromiso con un proyecto que busca humanizar la vida. Pues todo lo demás pudiera ser, tal vez, irrelevante.

(Publicado en El Correo del Orinoco, el jueves 29 de junio de 2023)

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