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Libia: nada que celebrar a ocho años de las revueltas

Este fin de semana, concretamente el 17 de febrero, se celebraba oficialmente el octavo aniversario de las protestas que dieron lugar al fin de la revolución verde y al asesinato, al magnicidio, de Muamar el Gadafi a manos de mercenarios pagados por occidente. Pero, a pesar de las convocatorias de fastos oficiales, la inmensa mayoría de los libios y libias han demostrado que no hay nada que conmemorar, nada que celebrar.

El gobierno islamista de Trípoli, llamado grandilocuentemente «Gobierno del Acuerdo Nacional» –justo lo que no es– pergeñado por la ONU y apoyado por la malhadada comunidad internacional –léase Europa y EEUU–, dirigido por Fayez al Sarraj, apenas si logró organizar en la Plaza Verde de la capital algún acto público arropado con gran participación extranjera. Todo un reflejo de lo que pasó hace 8 años en el país.

En Bengasi, foco de las supuestas revueltas, que los artífices de la Casa Blanca bautizaron como primaveras árabes, ni eso. Esta ciudad oriental se ha convertido, de facto, en la capital del gobierno que controla la mayor parte del país, el gobierno de Tobruk, dirigido por el independiente Aguilah Issa y respaldado por el renombrado general Jalifa Haftar. En plena euforia expansionista, Tobruk ya controla desde la frontera de Egipto, donde se originó, hasta la frontera con Argelia, atravesando todo el país de punta a punta, de este a oeste.

Mapa del conflicto en Libia

El gobierno de Tobruk, de carácter laico, se apoya en la Cámara de Representantes de Libia, elegida por sufragio universal en las elecciones generales de 2014. Sin embargo, los diputados islamistas de la antigua cámara existente, se negaron a dejar el poder y se atrincheraron en Trípoli con el aval de la ONU y algunas instituciones libias en manos de integristas, como la Corte Suprema de Libia, que ilegalizó, arbitraria e inmotivadamente, al gobierno rival oriental.

Otro importantísimo actor en el tablero político, a veces minusvalorado, es el Consejo Supremo de Tribus Libias, órgano que aglutina a centenares de clanes organizados y que siempre dispuso de gran influencia en todo el país. Se da la circunstancia de que el Consejo Supremo nombró en 2015 al segundo hijo de Gadafi, Saif al Islam, como su líder, a pesar de estar condenado a muerte por el gobierno islamista de Tripoli y retenido (al parecer de manera muy laxa) por la tribu Zentan, aliada del gobierno de Tobruk.

La presencia del Estado Islámico es bien patente, como sucede en cada uno de los territorios donde occidente mete sus zarpas, aunque no ha alcanzado a ocupar –o al menos mantener– grandes extensiones de tierra. Hoy amenazan fundamentalmente al sur del país, mezclados con una amalgama de contrabandistas, traficantes y milicias extranjeras. No obstante, potentes tribus islamistas, como la de Misrata, apenas si se pueden diferenciar, en métodos o ideología, a la de al Qaeda o el Daesh.

Así las cosas, el país se encuentra inmerso en lo que muchos llaman la «Segunda Guerra Civil Libia», en la que centenares de grupos, tribus o milicias luchan por controlar cada pozo petrolífero, cada mina, cada puerto, cada aeropuerto, cada fuente de agua, cada estación eléctrica, cada carretera.

El antaño próspero y estable estado libio ya no existe. No es ni la pálida sombra de lo que algún día fue. El país que fue capaz de construir el mayor río artificial del mundo, hoy no puede asegurar a sus habitantes un mínimo abastecimiento de agua. La electricidad, antaño gratuita y universal, es un bien escaso e intermitente. La Yamahiriya, receptora de centenares de miles inmigrantes de países extremadamente pobres o en conflicto, hoy es un foco emisor de desplazados y refugiados hacia Europa que están desestabilizando el mapa político del viejo continente, tal y como predijo el propio Gadafi. La sanidad y la educación gratuitas y de calidad, la renta básica, los préstamos sin interés, etc., solo son vagos recuerdos que jamás volverán a hacerse realidad en esta tesitura actual.

La Libia gadafista, la Libia del Libro Verde, era el país más próspero de toda África y el de mayor Desarrollo Humano, atendiendo a las estadísticas nada sospechosas de la ONU. Su sistema político aseguraba más participación directa y permanente que cualquier democracia burguesa del mundo y era un estado moderno con infraestructuras impecables y un nivel de vida desconocido en su entorno, como tuve ocasión de comprobar con mis propios ojos allá por los años 90.

Trípoli antes de la agresión.

Hoy Libia es un estado fallido en permanente guerra civil, pero también es un gran escenario en el que, potencias extranjeras de todo signo, entablan batallas por el dominio del petróleo –antes nacionalizado en favor del pueblo norteafricano– para tratar de robar un trozo del pastel, cuanto más grande mejor. Francia e Italia pugnan a las claras sustentando cada uno a un gobierno distinto. Italia al gobierno de Trípoli, que recibe dinero de la UE para frenar el número de inmigrantes que arriban a sus costas. El Elíseo a Haftar, porque el general puede detener a los terroristas que amenazan con desestabilizar  sus preciadas colonias o llegar al Viejo Continente. Emiratos (y Arabia Saudí) también está con Francia para detener a los Hermanos Musulmanes, que mantienen influencia en Trípoli y, a su vez en contra de EEUU y la UE. Incluso Rusia ha acudido a la llamada de Haftar para brindarle su apoyo y acabar con el Islam político. Al otro lado está la ONU y casi todo occidente, aunque el principal apoyo militar y financiero al islamismo viene dado por Qatar, Sudán y Turquía.

A la vista de la caótica situación actual, ya ni los libios dudan que, lo que sucedió ahora hace ocho años en su país, fue una aventura nefasta. Eliminar a un supuesto dictador no justifica destrozar la vida de millones de personas y crear una onda expansiva de zozobra a toda la región con nefastas influencias incluso en Europa. Lo peor de todo, es que muchos de los izquierdistas y pacifistas patrios que se apuntaron al concepto de la “guerra humanitaria”, cocinado en los laboratorios de EEUU y la OTAN, sigan, erre que erre, cabalgando sobre los misiles, cual aprendices de barones de Munchausen, justificando una revolución que nunca existió y que se torció por culpa de no se qué inverosímiles películas.

Da igual que las fosas comunes denunciadas en los medios fueran de camellos, que los demócratas levantiscos fuesen simples terroristas, o que Gadafi jamás disparase contra manifestantes pacíficos. Decía Mark Twain que «es más fácil engañar a la gente que convencerlas de que han sido engañadas». Quizás les ocurra algo de eso, aunque, a estas alturas, creo que hay muchos motivos por los que dudar de la supuesta buena fe de muchos de los voceros de las guerras imperiales, sobre todo si proceden de antiguas trincheras de la izquierda.


(Artículo publicado en La Comuna, el 24 de febrero de 2019)

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