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Lo que nunca le contaron sobre la opresión de las mujeres afganas: una vez tuvieron nombre

9 de agosto, Día internacional de los Crímenes Estadounidenses Contra la Humanidad

Hace pocos días la BBC daba la noticia de que una mujer afgana inició tres años atrás una campaña denominada “Where Is My Name?” (Dónde está mi nombre). Dicha campaña pretende acabar con la ley islamista que prohíbe usar el nombre de una mujer en público o en documentos oficiales por la creencia de que ello atenta contra el honor de la familia (léase de los varones de sus familias).

En la actual sociedad afgana, las mujeres están despojadas de identidad. Ni sus rostros, bajo el burka, son visibles; ni sus nombres pueden llegar a oídos ajenos. Sólo se permite referirse a ellas en relación a su “amo”: la hija de…, la esposa de…, la hermana de…

La noticia de la BBC relata cómo una mujer fue al médico con síntomas de COVID-19 y cuando el marido vio su nombre escrito en la receta, la golpeó. Añade el medio británico que la campaña está surtiendo efecto, ya que el actual presidente de Afganistán, Ashraf Ghani, ha ordenado a la Autoridad Central del Registro Civil que estudie la posibilidad de enmendar la ley para que el nombre de las mujeres pueda incluirse en los documentos de identidad de sus hijos y en los certificados de nacimiento.

Lo que la BBC ni ningún otro medio corporativo nos cuenta es que las mujeres afganas fueron una vez libres y que fue la intervención de EE.UU y la OTAN la que puso fin a esas libertades.

Hace 19 años, cuando George W. Bush ordenó la ocupación militar de Afganistán tras los atentados del 11-S, se nos hizo creer que la intervención de las fuerzas de la OTAN, en particular, era para proteger a las mujeres afganas. En las semanas previas a la invasión, la televisión nos bombardeó con imágenes del sufrimiento de las mujeres bajo la ley talibán. Nunca nos dijeron cómo llegaron a imponerse esas leyes draconianas a finales del siglo XX.

Es cierto que Afganistán ha sido durante buena parte de su historia una pieza apetecible de los imperios de oriente y occidente, a los que los afganos siempre han logrado resistir a pesar de su fragmentación en multitud de etnias que, no obstante, comparten una organización tribal rígidamente patriarcal y fuertemente influida por los mullahs (líderes religiosos), enemigos de cualquier intento de secularización. Este último fue un factor clave que jugó a favor de los intereses estratégicos de las potencias extrajeras.

 

Los vaivenes históricos de los derechos de las mujeres en Afganistán.

En los inicios del siglo XX la situación de las mujeres era sensiblemente mejor que en la actualidad. Al menos entonces podían heredar propiedad y divorciarse. Mayores avances se dieron bajo el reinado de Amanulá Khan (1919-29), monarca que proclamó la independencia de Afganistán como “protectorado” del Imperio Británico.

Sin embargo, las relaciones amistosas de Amanulá con la Unión Soviética chocaron con los intereses geopolíticos de los británicos en la región. Por otro lado, sus políticas modernizadoras respecto al estatuto de las mujeres le ganaron la enemistad de los líderes religiosos, que dominaban las extensas zonas rurales. Así, mediante una operación -que se repetiría un siglo después-, la inteligencia británica dio apoyo militar a la oposición religiosa para derrocar al monarca en 1929 y sustituirlo por el conservador Mohamed Nadir Shah (1929-1933). El nuevo mandatario abolió muchas de las reformas favorables a las mujeres realizadas durante el reinado anterior.

La situación volvió a dar un giro con la subida al trono de Mohamed Zahir Shah (1933-73). En 1941 se establecía en Kabul la primera escuela femenina de secundaria. En 1959 se permitió a las mujeres salir descubiertas y en 1964 la Constitución les otorgó el derecho al voto. Un año después se fundaba la Organización Democrática de las Mujeres Afganas. Había que seguir luchando, ya que los avances se concentraban mayormente en la capital, Kabul, mientras que en el medio rural las mujeres seguían, de hecho, sometidas a las leyes tribales.

En la década de los 60, el marxismo revolucionario comenzó a extenderse y en 1965 culminó en la formación del Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA), que pronto se escindiría en dos facciones rivales (khalq y Parcham). Al principio, el partido formó parte del gobierno secular de Mohamed Doud Khan (1973-1978). El asesinato en 1978 de Mir Akbar Khyber, líder de la facción Parcham del PDPA, desencadenó una serie de acontecimientos que llevaron al PDPA a la toma del poder el 27 de abril de ese año, en lo que se conoce como la Revolución Saur.

En plena Guerra Fría entre EE.UU y la URSS, para desacreditar la independencia de la que pasó a llamarse República Democrática de Afganistán, se la tildó de ser un “títere soviético”. Sin embargo, la Unión Soviética no tenía ninguna intención de promover una revolución socialista en Afganistán. De hecho, aunque aportó 104 millones de dólares para ayuda al desarrollo del nuevo Estado, que contrató también técnicos soviéticos para construcción de infraestructuras, la contribución de Occidente fue mayor: 121 millones, la mitad de los cuales llegaron del Banco Mundial, que Estados Unidos aumentó con otros 300 millones.

En la agenda de la República Democrática de Afganistán, los derechos de las mujeres fueron una prioridad, especialmente en el terreno de la educación. En la década de 1980, el 50 por ciento de los estudiantes de la universidad de Kabul eran mujeres. Podían seguir cualquier carrera profesional, trabajar, alistarse en el ejército, salir a la calle desveladas, conducir, escoger pareja libremente y aspirar a cargos políticos. Hubo 7 mujeres en el Parlamento. Fue un período que se recuerda como la edad dorada, aunque fuese en los medios urbanos donde tuvo su mayor plasmación.

Se habría necesitado más tiempo para ganar las zonas rurales donde el dominio de los mullahs seguía vigente y en creciente enemistad hacia la joven república, especialmente por su política secularizadora y en favor de los derechos de las mujeres. Esta animadversión pronto sería de nuevo utilizada por poderosos intereses foráneos.

Entre 1979 y 1989 tuvo lugar la ofensiva de los Muyahidines (yihadistas afganos), en lo que normalmente se conoce como “la Guerra Afgano-Soviética” debido a la involucración del ejército rojo. No obstante este es un nombre engañoso, porque oculta el hecho de que fue una guerra diseñada, instigada y dirigida por Estados Unidos. Hubo, en efecto, intervención militar de la URSS, a pesar de que el primer ministro soviético, Alexei Kosygin, se mostró contrario a ayudar a la joven república a repelir la ofensiva yihadista. Pero no fue una “invasión”, como sostiene la propaganda estadounidense. Meses antes de que el ejército soviético interviniera a finales de 1979, la administración Carter y su consejero de Seguridad Nacional, Zbigniew Bzrezinski, habían iniciado, ya en 1978, un plan -contenido en la “Doctrina Carter”- para reclutar y entrenar muyahidines.

Lo que se conoce como “la Guerra Afgano-Soviética” fue, en realiad, una guerra diseñada, instigada y dirigida por Estados Unidos

Como antaño hiciera el Imperio Británico, EE.UU, con la ayuda del dinero saudí y las agencias de inteligencia paquistaníes, financió y armó a los que llamarían “luchadores por la libertad” contra su archi-rival, la Unión Soviética. El ex-Secretario de Defensa estadounidense, Robert Gates, lo expresó claramente en 1999:

“La CIA ha tenido grandes éxitos en la acción encubierta. Quizás la más consecuente de todas fuese Afganistán, donde la CIA canalizó billones de dólares en suministros y armas a los muhayidines, y así la resistencia pudo combatir al ejército soviético hasta igualarlo y finalmente forzar su decisión política de retirada”.

El control del petróleo afgano no era un motivo menor. La CIA usó sus contactos en Arabia Saudita para reclutar a un joven de nombre Bin Laden -alias Tim Osman- que coordinase a las células yihadistas en Afganistán. Otro agente clave fue el narco-traficante Hulbuddin Hekmatyar, un sádico torturador que, además, tenía como pasatiempo arrojar ácido a los rostros de las mujeres. El presidente Reagan lo recibía en la Casa Blanca en 1985.

La guerra promovida por EE.UU se cobró la vida de millones de afganos y miles de soldados soviéticos. El experimento de democracia popular en Afganistán llegó a un trágico final en 1992 con la caída del gobierno de Kabul. A partir de entonces reinó el caos en todo el país y camparon a sus anchas quienes habían sido adoctrinados en una variante extrema y distorsionada del Islam en las madrasas financiadas por EE.UU. Los estudiantes de estas madrasas llegaron a ser conocidos como los Talibanes.

La historia a partir de aquí es de todos conocida. Bajo la ley talibán las mujeres fueron reducidas a esclavas gracias al apoyo proporcionado por EE.UU a sus opresores.

 

Feministas burguesas y movimientos pseudo-revolucionarios

Afganistán inauguró asimismo una pauta que se repetiría más tarde en otros lugares: utilizar a ciertos grupos feministas como instrumentos del imperialismo estadounidense.

En 1977 se había formado la Asociación Revolucionaria de Mujeres de Afganistán (ARMA) bajo el liderazgo de Meena Kewshwar Kamal. La ARMA se opuso desde sus inicios a las políticas progresistas de la República Democrática de Afganistán. Digamos que estaba por los derechos de las mujeres pero no por la igualdad social. Meena se alineó con la doctrina Carter contra la “marioneta soviética” de Kabul. Esto le valió el generoso apoyo del gobierno francés de Francois Mitterand.

En 1981, Meena fue invitada a París a asistir al congreso del Partido Socialista de Francia. Viajó por toda Europa reuniéndose con cargos oficiales y recibió las bendiciones de grupos trostkistas en Francia y Gran Bretaña así como de varias organizaciones y publicaciones anarquistas. Una estrategia que hoy resulta muy familiar, pues también se ensayó en Libia y Siria, por ceñirnos sólo a Oriente Medio.

Hoy la ARMA ha cambiado de enemigo: ya no es la “marioneta soviética”. No obstante, aunque obviamente aborrece la situación en que se hallan sus compatriotas afganas, la organización sigue fiel a la propaganda estadounidense al querer hacernos creer que el estilo de vida libre de las mujeres fue destruido por la Unión Soviética, cuando, de hecho, fue resultado del apoyo de EE.UU a los yihadistas.

Es curioso cómo ningún partido autocalificado de izquierdas ha preguntado nunca a la presidenta de ARMA cómo fue que no se enteraron en su día del apoyo que EE.UU le estaba brindando a los muhayidines, o por qué su organización estuvo a mesa puesta en los países occidentales mientras la CIA actuaba bajo cuerda con Bin Laden y los fundamentalistas islámicos contra el gobierno de Kabul.

Si pueden encontrarse numerosas entradas en Internet de Meena Kewshwar Kamal, lo contrario sucede con Anahita Ratebzad, una de las fundadoras de la democracia secular de Afganistán. Ella ha sido prácticamente borrada de la historia. Ratebzad estudió medicina en la Universidad de Kabul antes de convertirse en miembro del Parlamento junto con otras tres mujeres en 1965. Fue ministra de educación bajo el gobierno de la República Democrática y, desde ese cargo, impulsó los programas de educación igualitaria entre los sexos. En un viaje oficial a Europa, Margaret Thatcher rehusó entrevistarse con ella.

 

La cruda realidad

Los 19 años de ocupación y guerra en Afganistán se han cobrado la vida de millones de afganos y otros tantos se han visto obligados al exilio. Hoy la esperanza media de vida no alcanza los 50 años y sólo el 36% de la población está alfabetizada. En cuanto a las mujeres, el 87% de ellas son analfabetas, hasta el 80% están sometidas a matrimonios forzados, incluso las niñas. No tienen recursos económicos ni acceso a servicios sanitarios básicos. El 90% sufre depresión. La media de hijos por mujer supera los 6; su mortandad en el parto es de las más altas del mundo. Si en España mueren 4 madres por cada 100.000 nacidos (datos de 2007), en Afganistán la cifra escala a las 638.

La violación y otros abusos sexuales no están penados para quienes los cometen. En estos casos es a ellas a quienes se encarcela acusadas de delitos contra la moral, así como también a las que huyen de sus casas por malos tratos. Esta es la democracia y la libertad que iban a traer Estados Unidos y sus aliados de la OTAN a Afganistán, de cuyas mujeres, con burka y esclavizadas, ya no se acuerdan quienes aplaudieron la ocupación para «liberarlas». Las afganas no tienen nombre ni dentro ni fuera de su país. Pero nosotras -y ellas- tenemos memoria.

Referencias:

  • Gearóid Ó Colmáin, “When Afgan Women were Free”, American Herald Tribune, 8 marzo 2016.

  • Paul Fitzgerald y Elizabeth Gould, Invisible History: Afghanistan’s Untold Story, San Francisco: City Lights Books, 2009.

  • Julie Lévesque, «From Afghanistan to Syria: Women’s Rights, War Propaganda and the CIA», Globalresearch, 4 abril 2013.


(Artículo aparecido en Canarias Semanal el 2 de agosto de 2020 y vinculado a la Campaña por el 9 de agosto, Día internacional de los Crímenes Estadounidenses Contra la Humanidad por indicación expresa de su autora))

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