Puerto Rico en llamas *
(Por Atilio A. Boron **) La insurgencia popular en Puerto Rico derrocó a un gobierno corrupto, reaccionario y servil, que toleró con cabeza gacha el desprecio y los insultos de Donald Trump con ocasión del huracán María, en septiembre de 2017, y la “ayuda humanitaria” que el magnate neoyorquino fue personalmente a distribuir. Dado que la Constitución puertorriqueña de 1952 no prevé el llamado a elecciones en casos como el actual el mandatario renunciado deberá designar, antes del 2 de Agosto, a su sucesor. Una renovada presión popular podría hacer saltar por el aire la normativa colonial y forzar la instalación de un gobierno de transición pero parece muy poco probable que tal cosa pueda ocurrir. Otras alternativas, como una convocatoria a una Asamblea Constitucional, parecen más cercanas a la realidad, como se verá más abajo. El factor aglutinante de las imponentes protestas callejeras fue la descarada corrupción del gobernador Ricardo Rosselló, el fenomenal endeudamiento en que ha caído el gobierno de la isla y la filtración de sus chats reveladores de su homofobia, su misoginia y su desprecio por las principales figuras de la oposición e inclusive por las víctimas del huracán.
Lo anteriormente expuesto potenció los crónicos problemas sociales que afectan a ese maravilloso país, que logró frustrar el proyecto estadounidense de romper con sus tradiciones culturales, sus formas de sociabilidad, su lengua, su arte, su gastronomía, su música y sus bailes y convertirlo en una réplica caribeña de Atlantic City. Hacía falta contar con una férrea identidad nacional para resistir durante más de un siglo las presiones imperiales. Filipinas, otro de los trofeos de la guerra hispano-estadounidense, pese a ser mucho más poblada y extensa que la “Isla del Encanto” no resistió el embate cultural, político y económico de EEUU. Puerto Rico sí, y por eso es una nación tan “latino-caribeña” como la que más.
Dicho lo anterior cabría preguntarse por qué las grandes movilizaciones de estas últimas semanas no tuvieron en su agenda la cuestión del status colonial de Puerto Rico. Hay muchas razones para ello. El tema fue sometido a plebiscito popular en cinco ocasiones: en tres de ellas 1967, 1993 y 1998 la mayoría se inclinó por mantener la condición de “Estado Libre Asociado”, engañosa frase si la hay para un país que es una colonia de Estados Unidos y que no es ninguna de las tres cosas que proclama la fórmula del ELA, pergeñada por los norteamericanos y sus aliados en la isla, principalmente Luis Muñoz Marín, quien fuera el primer gobernador electo de Puerto Rico. En un nuevo referéndum convocado en el 2012 triunfaron los partidarios de la “estadidad”, o sea, la anexión a EEUU, pero las irregularidades en el proceso electoral y la gélida indiferencia de la Administración Obama ante este resultado condenaron el asunto al olvido. En 2017, el quinto referendo, la “estadidad” obtuvo un triunfo aplastante: 97 por ciento de los votos, pero con una bajísima tasa de participación que ni llegó al 23 por ciento que lesionaba gravemente la legitimidad del veredicto de las urnas. Al igual que en el 2012, irregularidades en la confección del padrón y ahora el militante desprecio de Trump consagraron la inutilidad de esa consulta popular.
¿Cómo interpretar estos sorprendentes resultados? Primero hay que recordar que el status colonial le otorga a los puertorriqueños la condición de ciudadanos de Estados Unidos y, por consiguiente, la posibilidad de entrar y salir del territorio estadounidense sin visas ni obstáculo alguno. En una parte del mundo dónde la migración a la metrópolis imperial moviliza a millones de personas cada año poniendo inclusive en riesgo su vida, precisamente como consecuencia de las políticas neoliberales que Washington impone a los países de Nuestra América, la ciudadanización si bien incompleta de la población boricua se convierte en un poderoso atractivo para mantener el status quo y archivar para tiempos mejores las aspiraciones independentistas, allí dónde la hubiere. Simón Bolívar advirtió precozmente el nefasto papel que Estados Unidos jugaba en la región y lo dejó sellado en una frase contenida en la carta que le enviara desde Guayaquil al Coronel Patricio Campbell el 5 de Agosto de 1829 y en la cual decía que “los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad.” La historia le dio la razón al Libertador y la política de Washington hacia esta región desde comienzos del siglo veinte fue sostener a través de sangrientas dictaduras un orden neocolonial surcado por la ancestral explotación de nuestros pueblos y las seculares injusticias y opresiones heredadas de la época colonial, mismas que la “modernización” introducida por el capitalismo dependiente propiciado por el imperialismo norteamericano no hizo sino agravar y, por lo tanto, alimentar una tan tumultuosa como interminable migración hacia Estados Unidos como única alternativa real de sobrevivencia en las empobrecidas regiones al sur del Río Bravo. La sumisión a la Roma americana se hizo efectiva a través de su permanente apoyo a las sangrientas dictaduras que asolaron a la región y en la interminable sucesión de invasiones, golpes de estado, magnicidios, operaciones desestabilizadoras, sabotajes y bloqueos económicos dispuestas por la Casa Blanca o, más recientemente, a través de los más refinados pero igualmente letales “golpes blandos” –casos de Honduras, Paraguay, Brasil y, con peculiaridades muy sui generis en Ecuador- o en la imposición de políticas inspiradas en el Consenso de Washington, en las últimas décadas del siglo pasado, y reactivadas recientemente cuando la oleada progresista que signó la política latinoamericana desde la asunción de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela, a comienzos de 1999, experimentó un importante retroceso que la tardía incorporación del México de López Obrador al así llamado “ciclo progresista” no alcanza a compensar. En una situación así se comprende que las millones de víctimas del “desarrollo capitalista” en la periferia traten de encontrar un futuro en la metrópolis imperial.
Decíamos “ciudadanía incompleta” o de “baja intensidad” porque a diferencia de los otros ciudadanos estadounidenses los de Puerto Rico carecen de los atributos que hacen a la soberanía popular: no pueden elegir a los miembros del Senado o la Cámara de Representantes del Congreso de Estados Unidos y tampoco están habilitados para participar en las elecciones presidenciales de ese país. Son ciudadanos de segunda, pero conservan el dudoso privilegio de servir –como reiteradamente lo hicieron- en las fuerzas armadas de Estados Unidos. Se estima que poco menos de un 10 por ciento de las destacadas en Vietnam eran puertorriqueños, mientras que en la población total los boricuas representaban apenas el 1.5 por ciento. Es evidente dónde Washington fue a buscar su carne de cañón.
La combinación entre las facilidades migratorias y la permanente y aplastante propaganda del imperio penetraron profundamente en la conciencia de las masas populares. Agréguese a lo anterior el hecho de que como ciudadanos políticamente impotentes aún así tienen acceso a un amplio repertorio de políticas de “welfare” financiadas con fondos federales y administradas de manera clientelística tanto por el Partido Nuevo Progresista como por el Popular Democrático que gobernara en el pasado. Esto incluye educación gratuita, cupones de alimentos, vivienda subsidiada o simplemente gratuita y bajo ciertas condiciones a perpetuidad, un cuantioso programa de seguros de desempleo y de atención médica como “Medicare” y “Medicaid”, mismos que brillan por su ausencia en gran parte del Caribe con la excepción de Cuba. Este dato es crucial para comprender las inquietudes que provoca en amplios sectores de las capas populares una eventual independencia de Puerto Rico -y con ello la pérdida de los “beneficios” que otorga la ciudadanía norteamericana. En otras palabras, el rechazo a la “estadidad” ha sido comprado con aquellas políticas que los gobernantes y altos funcionarios estadounidenses calificarían de “populistas” si se aplicaran en algún otro país latinoamericano. Políticas que, gestionadas de modo clientelar, han tenido como resultado una significativa destrucción del tejido social. Un ejemplo: investigaciones sociológicas demuestran que en algunos hogares hay tres generaciones de personas que jamás trabajaron en sus vidas y que han vivido a lo largo de décadas de del “welfare” del amo estadounidense. Por último no hay que olvidar que el imperio, a través de su control monopólico de los medios de comunicación ha alimentado sistemáticamente, y con gran eficacia, la idea racista de que las y los boricuas son incapaces de autogobernarse y que de hacerlo conducirían a Puerto Rico a una debacle equivalente a la que padece Haití.
A todas las consideraciones anteriores hay que agregar que Washington nunca manifestó la intención de otorgar la “estadidad” a la isla. Tal cosa convertiría en los hechos a Estados Unidos en un estado plurinacional, al estilo boliviano y eso es inaceptable por completo tanto para su clase dominante como para amplias mayorías de la opinión pública, máxime en medio de la ola de xenofobia que envuelve al país y que demagógicamente fogonea Donald Trump. Además, así como están las cosas la Casa Blanca consigue sin esfuerzo lo que más desea: contar con un punto de apoyo estratégico para la geopolítica del Gran Caribe con las doce bases militares instaladas en la pequeña isla. Además sus empresas se benefician porque tributan tasas impositivas más bajas y pueden transferir ganancias a sus matrices sin obstáculo alguno; y si bien la ayuda federal al país caribeño es importante lo cierto es que hechas las sumas y restas Puerto Rico sale perdiendo y EEUU ganando.
La paradoja, a resolver en el futuro, es la construcción de una fuerza independentista con capacidad de expresar en la arena político-electoral el ferviente nacionalismo –y, por momentos, el nada velado antiamericanismo- que caracteriza a la nación boricua. En los acontecimientos de las últimas semanas ha adquirido protagonismo un nuevo partido, percibido con esperanza por muchos de quienes se movilizaron y tomaron las calles de Puerto Rico. Se trata de Victoria Ciudadana, punto de convergencia de diversos sectores e inclusive de algunos viejos y respetados partidos minoritarios que luchan por la independencia. He sido informado que en esa nueva formación política hay muchas personas creen en la independencia o en una soberanía nacional acotada, una suerte de república soberana pero aún así manteniendo su “asociación” con Estados Unidos. La complejidad de la composición de Victoria Ciudadana no permite levantar sin más las banderas del independentismo, por lo cual se ha llegado un compromiso de promover la convocatoria a una Asamblea Constitucional para discutir el status de la Isla. Tema, que por supuesto, ha encontrado una respuesta pública favorable y podría tener imprevisibles desenlaces pero que en todo caso sería el principal –si no el único- punto de coincidencia y unificación de quienes constituyen esa fuerza política.
Un elemento que agrega complejidad a la ya de por sí enrevesada coyuntura política actual está dado por el hecho de que hasta ahora al menos las grandes movilizaciones no han hecho crecer de modo significativo la adhesión al independentismo. Es más, no son pocos los protagonistas de aquellas luchas que señalan que hasta podría producirse un efecto exactamente contrario puesto que algunos creen que con el triunfo de la “estadidad” la ciudadanía boricua pasaría a gozar de los mismos derechos y habilitaciones que se garantizan para los demás estados de la Unión Americana. Llegan inclusive a escucharse voces que dicen que ante el maltrato sufrido a manos del equivalente isleño de los Republicanos (el Partido Nuevo Progresista del gobernador Rosselló) y de la Administración Trump un eventual triunfo de los Demócratas en las próximas elecciones presidenciales norteamericanas abriría el paso para poner fin a la “ciudadanía inconclusa”. El hecho de que la joven congresista estadounidense de ascendencia puertorriqueña, Alexandria Ocasio-Cortéz, una estrella en ascenso en el firmamento político de su país haya declarado este pasado sábado 27 de julio que “esto (el triunfo de las grandes movilizaciones populares) es solo el comienzo de un proceso de descolonización, un proceso de autodeterminación en el que la gente de Puerto Rico comienza a tomar su propio autogobierno en sus propias manos” añade a la complejidad de la situación pues en anteriores ocasiones se había manifestado a favor de la “estadidad” con el argumento que de ese modo los puertorriqueños accederían a los mismos derechos que cualquier ciudadana o ciudadano de Nueva York o cualquier otro estado de la Unión.
En suma, no nos equivocaríamos si concluyéramos que Puerto Rico es una nación sin estado (por supuesto que no es la única: ahí están los casos del País Vasco y Cataluña, sin ir más lejos) y, me permitiría agregar, un país con una sólida identidad nacional en busca de un instrumento político que la organice y represente. Pero esto es algo que, por ahora, no se vislumbra en el horizonte actual. Aunque nadie debería sorprenderse si la dialéctica de la crisis –gran maestra de los pueblos- produjera un súbito alto en la conciencia de las y los boricuas, y lo que hasta ayer parecía impensable hoy se convirtiera en algo factible. Claro está que el clientelismo del “welfare” y el pánico a perder esas ventajas conspiran fuertemente en contra del impulso independentista. Pero si tal cosa llegar a ocurrir, si esa Asamblea Constitucional llegara a avanzar en esa dirección sobre los hombros de una gran movilización popular produciría un verdadero terremoto en el tablero geopolítico regional y las reacciones de la Casa Blanca serían de una desenfrenada belicosidad. Conjeturar sobre este asunto ya es algo que excede los límites que me propuse para esta nota.
* Una versión resumida de esta nota apareció en la edición de Página/12 del 28.7.2019
** Agradezco Carolyn M Thomas, Esterla Barreto Cortez y Luz Miranda por las informaciones que me proporcionaron para elaborar esta nota. Por supuesto, los errores fácticos o de interpretación que pudieran existir en este escrito son de mi exclusiva responsabilidad.