¿Qué hay detrás del fracaso de Trump frente a China? Pedro Barragán
El reciente acuerdo entre Donald Trump y Xi Jinping ha sorprendido al mundo, y ahora la gran pregunta es qué fuerzas reales, visibles y ocultas, han empujado a Trump a pactar en un momento en el que China avanza con más fuerza que nunca en economía, chips e inteligencia artificial.
La vuelta de Donald Trump a la Casa Blanca ha llegado cargada de mensajes sobre recuperar la grandeza de Estados Unidos. Pero esta vez las cosas han cambiado, China ya no es el país que Washington veía como un competidor lejano. Hoy es el país que ha superado a Estados Unidos en capacidad industrial, en PIB ajustado por poder adquisitivo y en presencia tecnológica. Este sorpasso es el origen directo de la actual guerra comercial y tecnológica. No estamos hablando de un choque por aranceles. Es una lucha por el liderazgo global en un momento en el que la economía china crece a un ritmo del 5% y consolida su influencia en buena parte del mundo.
Trump lo sabe. Y por eso ha activado una ofensiva que busca recuperar el terreno perdido. Pero la respuesta china ha sido tan firme como diplomática. Pekín no se encuentra ante esta etapa con la misma tensión que muestra Washington. Actúa con calma, refuerza su base económica y tecnológica, y proyecta una imagen de orden frente a un Estados Unidos que parece atrapado entre su retórica y su falta de estrategia internacional.
Washington está lanzando una guerra para frenar un ascenso que ya ha ocurrido. El núcleo del conflicto es político. El liderazgo global de Estados Unidos se sostiene sobre la idea del supremacismo económico y tecnológico. Cuando China supera a Estados Unidos en producción industrial, en comercio y en PIB en poder adquisitivo, la Casa Blanca ha entendido que ese relato ya no es sostenible.
Trump interpreta ese cambio como una amenaza a la identidad estratégica estadounidense. La respuesta es una guerra comercial ampliada a un cerco tecnológico. A nivel interno se lanza el mensaje de que si China avanza, Estados Unidos pierde. Es una narrativa pensada para agitar a la base conservadora y para señalar a Pekín como el rival a derrotar.
El problema para Washington es que la realidad no encaja con ese discurso. China llega a esta etapa con una economía sólida, un crecimiento del 5% sostenido y una industria capaz de exportar más, más lejos y con más valor añadido. No es un país que se pueda aislar, es un país que ya está al mismo nivel que Estados Unidos y que en muchos sectores avanza más rápido.
China utiliza la guerra comercial norteamericana para consolidarse como un país responsable
Mientras Trump sube el tono, China ha optado por una estrategia que combina firmeza y diplomacia. Pekín responde cuando debe, pero evitando el desgaste. En lugar de una escalada ruidosa, está proyectando una imagen de estabilidad. Deja a Estados Unidos como la potencia que genera el conflicto y se presenta a sí misma como el país que prioriza el equilibrio global.
Este contraste político es clave. Gobiernos que no quieren quedar atrapados en una guerra comercial ven a China como un socio calmado y previsible. Empresarios que buscan estabilidad en las cadenas de suministro siguen apostando por el mercado chino. Pekín convierte la agresividad de Trump en una ventaja de imagen y refuerza su posición en regiones donde Estados Unidos ya no ofrece garantías.
Trump prometió que presionaría a China hasta que «cediera». Pero la estructura económica china ya no permite ese tipo de maniobras. Pekín cuenta con un mercado interno enorme, políticas industriales bien dirigidas y una red de exportaciones que crece hacia Asia, Oriente Medio y África.
El crecimiento del 5% en estos momentos de guerra comercial es una auténtica fortaleza. China puede desarrollarse sin depender de Washington, puede resistir aranceles, puede seguir ampliando sus exportaciones compensando la ligera pérdida en Norteamérica y puede mantener el crecimiento económico y financiero de su sociedad, que es todo lo que persigue sin ningún interés en un predominio internacional de ningún tipo.
Estados Unidos, en cambio, se enfrenta al coste interno de su ofensiva: inflación por aranceles, presión sobre agricultores, tensiones en sectores que dependen de piezas y tecnología fabricadas en China. A pesar de las palabras de Trump hablando de fuerza, el impacto político está recayendo en su propio electorado.
La batalla tecnológica muestra un cambio de era
El terreno donde Washington buscaba conservar su ventaja era el tecnológico. Por eso la Casa Blanca ha centrado su ataque en los semiconductores y en la inteligencia artificial, pero China llega a esta disputa con avances que ya rivalizan con los estadounidenses.
Las empresas chinas fabrican chips cada vez más avanzados, desarrollan tecnología propia en litografía y compiten en inteligencia artificial con modelos que ya operan en sectores industriales, empresariales y urbanos a gran escala. La política científica china está avanzando a pasos agigantados con planificación, inversión y estabilidad.
Estados Unidos ha tratado de bloquear ese progreso, pero sólo ha conseguido acelerar el impulso chino por la autosuficiencia tecnológica. Hoy Pekín tiene una hoja de ruta clara para depender menos de proveedores extranjeros y está convirtiéndose en la potencia científica que marca tendencia.
Trump ha convertido la relación con China en un pulso personal, con amenazas, exigiendo concesiones y señalando enemigos. China, por el contrario, usa un lenguaje moderado, habla de cooperación, de estabilidad y de desarrollo compartido. Y como en política internacional las actitudes importan, este contraste está generando una ola de simpatía hacia China.
Pekín entiende que el mundo observa. Sabe que un país que mantiene la calma en una disputa con Estados Unidos se gana el respeto. Y sabe también que la agresividad de Washington alimenta dudas sobre su capacidad de liderazgo.
En este clima, China está ocupando el espacio que deja Estados Unidos, forjando alianzas, reforzando su posición en organismos internacionales y presentándose como un país necesario para la estabilidad global. Estamos viendo a Trump quedándose solo y a China cada vez más presente.
China impone las condiciones porque ya domina el terreno decisivo
La fase actual del pulso entre Estados Unidos y China deja algo claro. Lo que de verdad inclina la balanza no son los aranceles, ni el ruido diplomático, ni los gestos para la base electoral. Lo que define el rumbo global es la capacidad tecnológica y económica. Y, mientras la economía china progresa por más del doble que la de los países desarrollados, la capacidad tecnológica china ha dado un salto extraordinario. Su industria de chips avanzados ya no es periférica, produce semiconductores competitivos, acelera su autonomía en litografía y alimenta un ecosistema de inteligencia artificial que opera a escala industrial y urbana, algo que Estados Unidos no puede igualar con la misma rapidez.
Estos avances explican por qué los acuerdos alcanzados estos días entre Trump y Xi Jinping no tienen el tono de una victoria norteamericana. Más bien reflejan un reconocimiento implícito de que China ya no es un país al que se le imponen condiciones. Washington ha tratado de contener a Pekín con sanciones, pero la realidad ha obligado a la Casa Blanca a sentarse a negociar desde una posición diferente. Xi ha llegado con una industria tecnológica en ascenso y con la serenidad que da saber que su país marca el ritmo en sectores estratégicos.
Trump firma porque necesita un respiro económico en casa. Xi firma porque puede permitirse pactar sin ceder en lo esencial. Es un acuerdo que simboliza un cambio de era. Estados Unidos sigue siendo una potencia central, pero China se ha convertido en el país que nadie puede ignorar. Su avance tecnológico, en chips, en IA, en energías renovables y en multitud de campos es la base del nuevo equilibrio internacional. Y lo que estos días se ha escenificado entre Trump y Xi es precisamente eso: un mundo que ya gira alrededor de las capacidades que China está construyendo.
(Aparecido en Público, el 20 de noviembre de 2025)









