Sigue el camino amarillo: rebelión social y la doctrina del shock invertida
Cuando en 1900 el escritor estadounidense Lyman Frank Baum –muerto en 1919– escribió la novela infantil El Maravilloso Mago de Oz, Estados Unidos se hallaba inmerso en un debate profundo sobre el modelo financiero a seguir. En aquellos últimos años del siglo XIX se discutía si el Patrón Oro –Gold Standard, en inglés– debía ser una referencia inamovible para respaldar las monedas nacionales y la fiabilidad del sistema monetario internacional. Muchos otros creían, en cambio, que un sistema bimetálico –oro y plata– flexibilizaría la emisión monetaria, hasta entonces férreamente atada a las existencias áureas de cada país.
Más tarde, en 1944 y mediante los acuerdos de Bretton Woods, esta obligación sería circunscrita solamente al dólar, hasta que en 1971 –bajo la presidencia de Richard Nixon– el Patrón Oro fue abandonado definitivamente, abriendo así el grifo para un sistema mundial basado en monedas fiduciarias –basadas en la confianza– encabezadas por el dólar. Un nuevo patrón que es en realidad endeble en términos monetarios, pues inunda la economía de billetes sin respaldo y a merced de un solo árbitro mundial: EE.UU. Esta innovación en las relaciones monetarias trajo como resultado una gradual expansión del mercado de divisas de índole puramente financiero-especulativo, que hoy mueve unos tres billones de dólares al día (tres millones de millones cada 24 Hrs.).
Observando estos antecedentes históricos, no resulta extraño que numerosos economistas y exégetas literarios hayan visto en El Maravilloso Mago de Oz una serie de referencias encriptadas en el marco de esa discusión entre la plata y el oro. En efecto, la novela fue interpretada por sus analogías ocultas que podían leerse en clave económica y política. El propio nombre del país de Oz sería la abreviatura de la onza de oro (oz.) y el lugar donde se desarrolla la historia –el Estado de Kansas– representaba el arquetipo de Estado agrícola endeudado debido a cierta inmovilidad económica producida por el Patrón Oro. Y por supuesto, el camino de ladrillos amarillos que la protagonista del relato –Dorothy– transita, representa la promesa vacua y tramposa del oro como medida de cambio. Por eso también Dorothy lleva unos zapatos de plata, que son los que, en definitiva, podrían llevarla de regreso a circunstancias mejores.
Pero más allá de estas sorprendentes alegorías en un texto para niños, se imponen otras variantes de enorme significación para el momento actual. Podríamos ver al camino amarillo como metáfora de la hoja de ruta que el mundo debería transitar tras esta pandemia de coronavirus, tan rica en signos, reflexiones e indicaciones claras hacia donde debe ir la civilización si pretende una continuidad orgánica en términos humanistas.
La pandemia, como todo cataclismo más o menos grave, está sacudiendo el siempre frágil edifico civilizatorio -Auschwitz, Guantánamo o el actual genocidio Palestino, nos confirman su endeblez-. Sin embargo, hay que señalar que esta peste moderna no amerita tal gravedad si cotejamos sus estadísticas comparativas con otros desastres globales o males sistémicos: el hambre, grandes contaminaciones o enfermedades infantiles curables en las periferias mundiales, resultan problemáticas endémicas más perniciosas pero apenas atendidas por la prensa mundial.
El coronavirus, en cambio, parece detentar la virtud de evidenciar las flaquezas de los sistemas vigentes y la falsedad de los discursos axiomáticos en boca de los mercados como “el innecesario rol del Estado”. Nos confrontó, en definitiva, con la fragilidad de esta globalización diseñada y administrada por premisas capitalistas totalmente imposibilitadas de dar respuesta a las exigencias del momento. ¿Y eso por qué? Sencillamente porque el sistema actual atiende al lucro y a las necesidades del mercado y no al principio fundamental –pero retórico– de nuestra civilización: preservar la vida y el bienestar del ser humano.
“La cuarentena evidenció sin fisuras que el capitalismo se sirve y necesita de lo mismo que excluye: a la sociedad en su conjunto”
No es de extrañar, por tanto, que cuando estalla una crisis profunda que pone a prueba los tejidos sociales y sus estructuras, todos los mecanismos resultan insuficientes debido al anquilosamiento deliberado de sus garantías mínimas. Diseñar Estados y economías para atender las ganancias corporativas puede funcionar en apariencia, pero al precio de parecerse un tumor para la sociedad: la va matando y debilitando en silencio, hasta que ya resulta tarde. La carencia manifiesta de los hospitales en Europa debido al recorte o privatizaciones parciales de la sanidad pública -España, Reino Unido, Austria y otros. Ni hablar del inhumano sistema estadounidense- está demostrando que la “mano invisible de los mercados” que llega allí donde existe una necesidad para cubrirla, resulta falaz. Un artificio del dogma librecambista que no resiste la menor contingencia. Para muestra, sirva la crisis del 2008, en donde las grandes corporaciones financieras acudieron como niños sin su madre a rogar su leche para que las arcas públicas les salvaran y así no sucumbir. Keynes en estado puro y sin complejos.
Pero tal y como Dorothy en el país de Oz, la sociedad global no debe perder el rumbo de su actual y rutilante camino amarillo para poder alcanzar otro sistema mundial más humano, menos mercantilizado y sin más apropiaciones de los bienes colectivos (sean estos el agua, los recursos estratégicos, la educación, la salud o una simple playa en la Riviera italiana hoy privatizada).
Resulta oportuno recordar las tesis presentadas por la activista y escritora canadiense, Naomi Klein, autora del libro de 2007 La doctrina del shock, donde expone las sutiles relaciones entre situaciones de impacto histórico y la conculcación de derechos en beneficio de una economía de élite. La autora denomina a este mecanismo de influencia psicosocial inducida desde las esferas de poder, como “capitalismo del desastre”, cuyo primer laboratorio de ensayo fue precisamente el golpe de Estado de Chile de 1973. Instancia que fue aprovechada por economistas chilenos bajo servidumbre de las corporaciones estadounidenses (Pablo Baraona, Hernán Büchi y muchos otros paridos por la Escuela de Chicago) para implantar una forzosa y unidireccional economía de libre mercado, mientras la población era víctima de un feroz terrorismo de Estado y de detenciones masivas, y por tanto carecía de la posibilidad de pronunciarse en contra de estas reestructuraciones. Receta infame que se viene aplicando desde entonces y que ha tenido réplicas posteriores en diversos escenarios (el 11-S y la “crisis subprime” de 2008 fueron los ejemplos más brutales, pero no los únicos).
Pero ante estas lecciones de la historia… ¿A dónde nos lleva -o debería llevar- el camino de ladrillos amarillos? Sin dudas hacia un cambio de paradigma mediante una rebelión social orgánica que hoy se vislumbra como posible gracias a la pandemia y a su transversalidad como fenómeno internacional. Una rebelión social hoy asequible porque puede ser estructurada sin fronteras por las redes sociales y sustentada con las múltiples iniciativas que parió el siglo XXI de la mano del desempleo y otras marginaciones que derramó el capitalismo con su cultura del descarte. Hoy existen movimientos de empresas recuperadas por sus trabajadores, plataformas de comercio justo, grupos de trabajadores para una economía popular, plataformas de excluidos, movimientos campesinos de agronegocios cooperativos, confederaciones de mujeres para un salario igualitario, movimientos de campesinos sin tierra y organizaciones por la preservación del patrimonio genético de las semillas. Y un largo y extenso etcétera.
“Salir todos a la calle o bien quedarse encerrados en huelgas silenciosas, puede servir de llave maestra para torcer el brazo de los que se adueñan del mundo”
Todas estas creaciones retrovirales (por utilizar una denominación acorde a los tiempos) surgieron como respuesta al cáncer capitalista y a su metástasis terminal. En estos veinte años del nuevo siglo, fue el propio capitalismo el que –acaso sin darse cuenta– engendró esta organicidad social paralela y le instruyó un Know how social y económico alternativo a su decadente sistema en crisis. Un sistema cuyas contradicciones quedan expuestas cada vez con mayor frecuencia y más intensidad. Dos factores –intensidad y frecuencia– que en sismología significan la inminencia de un derrumbe tectónico de consecuencias impredecibles.
Cuando esta pandemia pase -y pasará con un número relativamente bajo de muertos en términos globales- pero con una economía muy deteriorada en sus principales variables, será el momento de asestar un golpe táctico, claro, sostenido y eficaz contra el sistema. Algo así como un fenómeno a la chilena, pero mundializado. Las cuarentenas dictadas en decenas de países nos muestran el final de nuestro particular camino amarillo: el nacimiento de una sociedad del boicot [1] emergida por la necesidad de hacer tambalear aquello que no resulta justo o lleva a la catástrofe (al planeta incluido). La cuarentena evidenció sin fisuras que el capitalismo se sirve y necesita de lo mismo que excluye: a la sociedad en su conjunto. Y que privándolo de nuestra anuencia pasiva y cooperación forzosa -consumo, individualismo y esclavitud crediticio-salarial- el sistema se derrumba o perece. Salir todos a la calle o bien quedarse encerrados en huelgas silenciosas, puede servir de llave maestra para torcer el brazo de los que se adueñan del mundo. El grave problema que supone la dominación tecnocrática por sobre los intereses generales de la sociedad, y por tanto de los individuos, se basa en una premisa muy clara: el poder económico está organizado, pero el ciudadano común, no. Sin embargo, la pandemia no ha obligado a organizarnos desde las bases: con los vecinos, con el barrio, con las clases escolares a distancia. O como en Italia, conectando con los vecinos del edificio contiguo tocando música desde el balcón y entre todos.
En este sentido, la escritora afroamericana y feminista, Alice Walker, autora de la novela de 1993 El color púrpura, afirmó en repetidas ocasiones que “la forma más común que tiene la gente de ceder su poder es creyendo que no tiene poder”. Esta sentencia tan actual podría hallar su némesis si aplicamos la doctrina del shock inversa: no serán las corporaciones las que introduzcan cambios brutales en su beneficio, sino el tejido social el que derribe el statu quo hoy vigente, aprovechando el miedo, la estupefacción y el reclamo trasversal de una vida más segura y plena, libre de angustias innecesarias o al menos superables. El miedo es legitimador en más de un sentido y esa verdad la ha utilizado el capitalismo a lo largo de su existencia, con los resultados a la vista.
¿Se acerca la hora de que nos devuelvan a los verdaderos propietarios -la humanidad en su conjunto- lo que le ha sido arrebatado en doscientos años de expolio mercantil y apropiación obscena? Hoy la realidad nos invita a utilizar este cataclismo para recuperar el terreno perdido. Para volver a tener Estados sanos y sólidos regulando cualquier exceso corporativo. Para que los derechos básicos a una vida digna no sean moneda de cambio extorsiva de los mercaderes. Convirtamos el miedo y el aislamiento en aliados imponderables para despertar de la pesadilla inducida que venimos durmiendo desde hace demasiado tiempo. Entendamos que nos están matando, contaminando, empobreciendo y ensimismando patológicamente. Y aun así les dejamos hacer.
Cuando la epidemia remita será la hora de salir todos. O no salir más. O privar a los bancos de nuestros depósitos e introducir el vocablo boicot en nuestro lenguaje cotidiano. En cualquier caso deberá sentirse nuestra decisión unánime, internacional y colectiva para que ese otro mundo posible esté allí, esperándonos.