Una explicación crítica de la crisis sistémica y del escenario post-corona-virus
1. Antecedentes. Una rápida incursión explicativa de las crisis capitalistas
Las crisis han existido continua y periódicamente desde el inicio del capitalismo. El National Bureau of Economic Research, de EE.UU., recoge 33 de ellas sólo desde 1854, una media de dos por década, no habiendo habido nunca un periodo sin crisis por más de 11 años. Todo indica que el capitalismo contiene alguna característica intrínseca que le conduce a ello.
Esas crisis a veces se convierten en recesiones e incluso en depresiones y tienen una variada gama de manifestaciones externas: de subconsumo, financieras, por desajustes macroeconómicos o conmociones originadas por la propia competencia… Tales manifestaciones de las crisis sirven a menudo para elaborar explicaciones causales superficiales cuando no directamente erróneas. En realidad las crisis estructurales del capitalismo parten de un común denominador, que es el que importa y es el que se niega a entender la ciencia económica ortodoxa: la caída del valor. El valor es la sangre que recorre el cuerpo del sistema capitalista y está entrañado en el tiempo socialmente necesario que tardan en producirse unas u otras mercancías.
El desarrollo capitalista comporta una tendencial mayor utilización de (e innovación en) tecnologías intensivas en capital, o lo que es lo mismo, una menor utilización de fuerza de trabajo por unidad de capital invertido. Circunstancia que lleva implícito un crónico proceso de sobreacumulación de capital invertido por unidad de valor que se es capaz de generar. Es decir, que según aumenta el peso relativo del capital fijo (maquinaria) sobre el variable (seres humanos) en la composición orgánica del capital, puede aumentarse la productividad, pero menor valor (y por tanto ganancia) se es capaz de generar en proporción. Al reducirse relativamente la fuerza de trabajo en un determinado proceso productivo, se reduce también la masa de valor representada por ella en cuanto que plusvalor, porque éste sólo se extrae de los seres humanos.
Es decir, que la secuencia que va de la manufactura a la mecanización, de ésta a la automatización y de ésta a la robotización (e inteligencia artificial) de los procesos productivos no sólo ha ido desechando seres humanos de los mismos, condenándolos a un desempleo crónico o a un empleo cada vez más precario (que es a menudo también una forma de desempleo camuflado), sino que va reduciendo el tiempo necesario de producción y la participación humana, y con ello el valor y la plusvalía (“la sangre” del sistema). En consecuencia, el sistema se va gangrenando. Este proceso fue descubierto por Karl Marx, y le puso un nombre: “ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia”.
Al darse una generalizada pérdida de rentabilidad de las inversiones capitalistas, desciende lógicamente la inversión en la esfera productiva y con ella la tasa de acumulación o de formación bruta de capital y la tasa de innovación técnica. Al bajar éstas, desciende aceleradamente el empleo y con ello la capacidad adquisitiva de las poblaciones, que repercute en un descenso del consumo (que suele ir acompañado de deflación, aunque a veces recesión e inflación van de la mano, recibiendo el nombre de “estanflación”). Esta es la secuencia básica de la crisis. Lo que se hace para intentar bien evitarla o bien huir de ella, es lo que motiva que se manifieste de unas u otras formas. Por ejemplo, las “crisis financieras” responden al hecho de que el capital-dinero se dispara mucho más allá de su base sustentada en el valor y de su función de prestamista inversor o activador de la economía productiva, para hacerse simple dinero que circula fuera de la producción en busca de rentabilidad especulativa.
A lo largo de la historia la clase capitalista ha encontrado distintos remedios contra esa enfermedad crónica de sobreacumulación: aumentar la explotación de la población trabajadora, invertir allá donde todavía no se daban los procesos de tecnificación de la economía (para poder explotar extensivamente la fuerza de trabajo), acortar el tiempo entre la fabricación y la venta (para vender más en menos tiempo), o refugiarse en las finanzas, entre algunos otros, además de apropiarse de la riqueza colectiva mediante privatizaciones, así como mercantilizar una variedad creciente de actividades humanas que siempre fueron llevadas a cabo como parte del tejido de la vida.
Pero había, además, una salida imprescindible. Si la tecnificación hacía decaer el valor de cada mercancía (fijémonos, por ejemplo, en la estandarización que supone una cadena de montaje para el valor –y el precio- de una mesa, y el valor –y precio- que tendría hecha a mano, artesanalmente), le permitía también hacer cada vez más mercancías en menos tiempo. Si antes, por imaginar un ejemplo, hacer una mesa costaba 2 días, ahora se puede producir en dos horas. Lo único que hay que hacer para compensar que el tiempo-valor ha disminuido 24 veces, es producir al menos 24 mesas en 2 días. Pero claro, para eso necesito que haya 23 compradores más que antes. Esto no debe resultar difícil si tenemos en cuenta que ahora las mesas salen mucho más baratas precisamente por su rápida fabricación y estandarización. El problema está en que este movimiento es exponencial.
La robotización y la inteligencia artificial van reduciendo el tiempo socialmente necesario de producción al mínimo, lo que quiere decir que en compensación el mercado debe expandirse al máximo. La “globalización” se dio con ese propósito, pero hoy está alcanzada la máxima expansión física y nada indica que el capitalismo vaya a ser capaz de empobrecer a las poblaciones del mundo (con desempleo, subempleo, destrucción de condiciones sociales y laborales…) y al mismo tiempo hacerlas que compren cada vez más. De hecho, lo único que ha permitido la continuidad del consumo desde los años 70 del siglo XX en los países “ricos” ha sido el crédito, o visto desde el otro lado, el endeudamiento masivo y creciente (tanto de particulares como de empresas, instituciones públicas y Estados).
La implicación de esa dinámica de fabricación incesantemente creciente de mercancías es la extracción también incesantemente creciente de recursos naturales y la utilización incesantemente creciente de energía. Ya en 1972 el Club de Roma emitió el informe “Los límites del crecimiento”, juntando datos de producción industrial, población, recursos, energía, alimentos, contaminación, sumideros… en el que se preveían las consecuencias que íbamos a afrontar de seguir ese curso de la producción-consumo y crecimiento exponencial.
A lo largo de su historia el capitalismo ha padecido dos Crisis de Larga Duración. Los años 70 del siglo XIX inauguraron la primera de ellas. La misma que llevaría a la fase netamente imperialista europea y a crecientes tensiones entre las potencias que desembocarían en dos Guerras de carácter mundial, la misma que posibilitó la mayor desconexión con el mundo capitalista conocida hasta hoy (la Revolución Soviética), provocó el mayor crack bursátil hasta nuestros días, y desembocó en una conmoción de alcance mundial: la Gran Depresión de los años 30 del siglo XX.
En los años 70 del siglo XX se da la Segunda Larga Crisis capitalista, de la que las elites mundiales vienen intentando escapar sin éxito. Han probado de todo: medidas neoliberales, neokeynesianas, globalización, crédito masivo, especulación financiera con sus burbujeos bursátiles… Pero el resultado ha sido un reguero de crisis (Cuadro 1).
Cuadro 1
Secuencia de crisis tras el cortocircuito económico-petrolero de los 70
1. Quiebras bancarias en Estados Unidos (Penn Square, Seatle First Bank, Continental Illinois; primera mitad de los 80)
2. Crisis de la deuda de las economías periféricas (especialmente México, 1982).
3. Crack bursátil de mediana amplitud de Wall Street, de 1987.
4. 1989: quiebra y salvataje de las cajas de ahorro norteamericanas (primera crisis mundial inmobiliaria)
5. 1990: crack del Nikkei y del sector inmobiliario en Japón (sus grupos industriales se implantan como refugio en USA y China). Recesión mundial.
6. Comienzo de los 90: crisis en los mercados cambiarios europeos y sus ganancias especulativas. Imposición de políticas económicas bajo la excusa de manejar la inflación (Tratados de Maastricht y de Ámsterdam).
7. Segunda mitad años 90: desplazamiento espacio-temporal de las crisis financieras y las recesiones estatales que las acompañaban hacia la zona periférica del capitalismo mundial
7a. Segunda crisis de la deuda en México (“tequilazo”) con repercusiones sobre la producción estadounidense.
7b. 1997-98: crisis del sureste asiático (especialmente de “los tigres”)
7c. Crisis rusa (agosto de 1998)
7d. Crisis brasileña (“Efecto samba”, septiembre de 1998)
7e. Debacle argentina (2001)
8. Años 2000: la crisis toca de lleno a las economías centrales.
Estados Unidos había derivado el capital-dinero hacia la “nueva economía” (léase Internet, el espacio virtual: 1998-2001). El NYSE y el NASDAQ (acciones de las firmas de alta tecnología) volvieron a ser el principal terreno de operaciones de los inversores financieros y managers del nuevo estilo. Los grupos industriales pasaron a comprar sus propias acciones (recomprar sus títulos en Bolsa para sostener su valor), endeudándose en el mercado de préstamos. Las adquisiciones de las firmas más débiles fueron financiadas por intercambios de títulos con precios que no tenían ninguna relación con su valor real. A comienzos de 2001 estalla la “burbuja Internet” (la de las nuevas tecnologías). El Nasdaq colapsa. Empresas-tipo afectadas: Enron, Vivendi… Entre 2000 y 2003 desaparecieron 4854 compañías de Internet.
La crisis de 2007-2008 no fue sino el hasta hoy último estallido de esa Larga Crisis, que ha provocado una Gran Recesión. La forma en que se manifestó externamente fue financiero-bancaria. Todavía no habíamos salido de la misma cuando la actual pandemia ha venido a sumarse a los envites contra el ya maltrecho barco de la economía capitalista.
2. Esta no es (sólo) una crisis sanitaria, sino la agudización de las contradicciones sistémicas crónicas
Esta vez la crisis del valor no se ha manifestado financieramente, ni tampoco a través de los Bancos. Al revés, ambos tipos de instituciones parecen estar llamadas a salvarnos a través de la creación y reparto de dinero, pero… la enfermedad es la misma, sólo cambian los síntomas y no tanto.
Ya antes del covid-19 el sistema arrastraba una deuda global por encima del 300% del PIB mundial1, con un capital desbocado hacia las finanzas al no encontrar beneficios en la inversión productiva. La tasa media de ganancia mundial cayó desde casi el 33% en los años 50 del siglo XX, hasta alrededor del 17% justo antes de 2008. En cambio, los activos financieros llegaban ya en 2014 casi a 300 billones de dólares y el conjunto de capital ficticio que puede estar moviéndose por el mundo es fácil que supere los 1000 billones de dólares (entre títulos de deuda revendidos hasta la saciedad, acciones empresariales duplicadas y cuadruplicadas, la mayor parte de los activos bancarios titulizados y toda la infernal gama de derivados)2.
El crecimiento anual a escala mundial se ha ralentizado en torno al 2,5%. EE.UU. creció al 2%, mientras que Europa y Japón lo hicieron al 1%. Algunas de las principales economías, como la italiana han venido arrastrando 17 meses consecutivos de declive en la actividad manufacturera. Parecida contracción que en Francia, donde la actividad de las empresas cayó 1.3 puntos, hasta 49.8 (por debajo de 50 significa que más de la mitad de las empresas no tienen ganancias. Algo que ocurre también en EE.UU.). Simplemente una recesión mediana conllevaría que la deuda de las corporaciones capitalistas mundiales, de más de 19 billones $, sería sencillamente impagable para muchas de ellas (las empresas «zombi», aquellas que quebrarían solamente con subirse ligeramente los tipos de interés, se estiman en un 10% a escala mundial). Según Bloomberg, las obligaciones de muchos Estados y la salud de los fondos de inversión no es precisamente mejor. En suma, teníamos una economía mundial sin apenas crecimiento y con indicadores de actividad industrial y de formación bruta de capital en franco declive.
Toda esa desaceleración, sin embargo, fue acompañada una vez más de la estúpida euforia de las Bolsas (por lo común más suben éstas, más dañada está la “economía real”), mostrando toda la irrealidad de la economía capitalista y haciendo presagiar desde hace tiempo un considerable estallido de burbuja.
Aprendiendo de la Depresión del 29, sin embargo, la clase capitalista global ha recurrido al recurso combinado de la bajada máxima de intereses (incluso en negativo) y de la emisión de «dinero mágico», sin ningún valor detrás o respaldo (no menos de 12 billones de dólares desde 2010), para mantener a flote la monstruosa carga de capital insolvente, concediéndoselo graciosamente a las empresas y Bancos “demasiado grandes para caer” (evitando el efecto dominó en la economía y al tiempo evidenciando que lo de la “libre competencia” no se lo han creído nunca). Con ello, unas y otros modifican sus números, ocultan sus descubiertos y aparentan que el sistema funciona y el mundo empresarial y bancario va bien. Ese dinero regalado ha permitido a muchas grandes empresas, técnicamente en quiebra, recomprar sus propias acciones, pero más grave aún, a través de los grandes fondos de inversión aprovechan para hacerse con empresas y bienes privados y públicos por doquier. Lo que se está dando con ello es, en contra de las apariencias que muestra la Gran Crisis de 2020, un incremento acelerado de la privatización de la economía, de la sociedad y de la naturaleza.
Enfrentamos además, en lo inmediato, algunos serios problemas. El «modo pánico» en que ha entrado el mercado mundial está golpeando las cadenas de producción y suministros, afectando de plano el conjunto de las cadenas mundiales del valor. Jamás, ni en los momentos de guerra, el consumo se ha visto sometido a tal disciplina de choque. El círculo vicioso es el clásico: se detiene la actividad comercial, se frena la producción, se dispara el desempleo, se desploma el consumo.
Los distintos organismos institucionales compiten por predecir la caída de indicadores económicos y su repercusión en los PIB, pero lo que no cuentan es que estamos asistiendo de forma traumática a un cambio de ruta del sistema, para el cual se precisa acometer una limpieza de capitales sin precedentes en «tiempo de paz». Es decir, el corona-virus parece estar llamado a cumplir las funciones de una guerra de importantes dimensiones, pero la gravedad del asunto radica precisamente en que no se está haciendo efectivamente, debido a la sucesión de “rescates” que los Estados llevan a cabo. Es decir, el neoliberalismo se convierte en un problema para el propio capital: imposible disimular por más tiempo lo que significa: intervención para proteger a los capitales más fuertes y desregulación para eliminar a los débiles (lo que se llama “el socialismo de los ricos”).
3. Perspectivas
La polémica sobre si “salimos” de esta crisis en U, en V o en L, no es tan importante para el análisis radical (el que va a las raíces de las cosas), sino las posibilidades y condiciones del capitalismo en adelante. Y en ese sentido puede decirse que cualquiera de esas salidas será tan “ficticia” como el capital que la puede sustentar. En todo caso, las arremetidas hacia adelante del sistema serán cada vez de menor duración y parciales (afectando a menos ámbitos y menos sectores de población).
El capitalismo es receptivo cada vez a menos remedios. La medicina socialdemócrata, que lo salvó durante tantas décadas, ya no funciona más con él. Pasó su umbral de tolerancia: la imparable caída valor; el fin de los recursos básicos; el estrés climático; la ascensión del “negavalor” en forma de cada vez más grandes plagas, pandemias3, destrozo de sociedades y agotamiento físico y psicológico de la fuerza de trabajo mundial; la irreversibilidad de la demencial separación entre el dinero y el valor; la insuperable crisis de rentabilidad… hacen imposible recuperar la utilidad de aquella medicina.
Al contrario, las salidas que se preparan traerán una nueva y dura vuelta de tuerca a los mercados laborales en detrimento de la población trabajadora, así como redoblados ajustes sociales. Esto es, la senda trazada por las elites busca una recomposición de la relación de las clases dominantes con sus sociedades, abundando en el perjuicio de estas últimas. De igual manera, se reestructurará el poder entre la propia clase capitalista global. Como toda crisis, ésta será también una oportunidad para unas u otras fracciones y tipos de capital. Provocará un reacomodo del mercado, para afianzar y expandir las tecnologías de cuarta y quinta generación (el cuento para las poblaciones será a buen seguro el de acabar con la producción contaminante, para empezar a hacer un «capitalismo sostenible», oxímoron donde los haya que no tiene más misión que la de acomodar conciencias a lo que viene). Pero ya sabemos que aquellas tecnologías, a la postre, no hacen sino agudizar la enfermedad de sobreacumulación, por lo que el capitalismo se hace cada vez más inviable. Eso es susceptible de implicar que, en su dinámica extrema, fracciones de la propia clase capitalista global pueden estar preparando la transición a otro modo de producción, automatizado, que ya no precise de la plusvalía, ni por tanto de los seres humanos. Desde hace tiempo, La producción global de desempleo es, antes que nada, un problema estructural del capitalismo actual.
De momento, y más allá de especulaciones sobre el origen de todo esto, estamos delante de un experimento de grandes dimensiones mundiales: el control y confinamiento de poblaciones en una escala sin precedente, con suspensión de libertades y derechos colectivos e individuales. También un ensayo de psicología colectiva tipo «Guerra de los Mundos» pero a lo grande. ¿Se está preparando con ello el terreno para dinámicas de choque propias de tiempos de guerra social y militar?
Si hay algo que debemos tener claro desde el principio es que el capitalismo no volverá a ser como antes. Aunque pueda parecer que si dejamos atrás las presentes circunstancias volveremos a algún tipo de “normalidad”, con el paso de los años nos iremos percatando de que una vez dilatado el elástico, ya no vuelve a ajustarse a la piel. Para el final de esta década eso será evidente.
Estos años 20 nos depararán el fin de la ilusión de la “crisis” como un accidente del capitalismo, que una vez superado dejará expedita la marcha hacia el progreso y el bienestar. El fin de la no percepción de la emergencia climática y de un hábitat severamente dañado será también inevitable. La geoeconomía, la geoestrategia y la geopolítica de un sistema en decadencia, con recursos cada vez más escasos, tenderán a militarizarse y amenazar al conjunto de la humanidad (sin ir más lejos, hoy mismo, en plena pandemia, EE.UU. sigue agrediendo países y bloqueando económicamente a más de 10 de ellos, lo que incluye también la adquisición de medicinas). De hecho, se están trastocando ya, profundamente, todas las coordenadas del orden mundial (ver aquí https://www.alainet.org/es/articulo/194846, por ejemplo).
Y también del orden interno: el empleo, la desigualdad, la seguridad colectiva (“seguridad social”), la convivencia y las relaciones sociales (¿más individualismo?), sufrirán profundas convulsiones. Aumenta ya la explotación, la precarización y la inseguridad laboral, ayudadas por el teletrabajo (que tanto promocionan y que tanto aísla a la fuerza de trabajo entre sí). El tiempo de vida insertado en un continuum sin fin como tiempo de trabajo-empleo o como tiempo para prepararse para el trabajo-empleo. La intención de eliminar el dinero físico tiene por objeto aumentar todavía más el control de lo que hacemos y consumismos. La ingeniería mediática del miedo puede ayudar a aceptar la vigilancia social (por ejemplo mediante GPS), más allá de esta emergencia sanitaria.
Ahora que, incluidos neoliberales más puros, todo el mundo se vuelve hacia los Estados para pedir soluciones, éstos acumularán pronto serias crisis fiscales y endeudamiento disparado, a corresponderse con una disminución de ingresos recaudatorios por vía del trabajo… Es decir, un intrincado atolladero, especialmente para aquellos que, como casi todos los europeos, han entregado su soberanía (industrial, alimentaria, fiscal, crediticia, monetaria…).
Defenderse contra todo eso es tener cada vez más claro el principio de soberanía. Sin soberanía (control de los propios recursos, nacionalización de los renglones básicos de la economía, desmercantilización de los servicios sociales…) no hay posibilidades de salir bien de esta crisis (ver aquí propuestas concretas https://observatoriocrisis.com/2020/04/08/espana-propuestas-para-superar-la-crisis-economica-que-se-nos-viene-encima/). Y eso significa hoy ya, necesariamente, emprender un proyecto histórico superador del capitalismo.
Empezamos un nuevo tiempo del mismo, probablemente su fase terminal. Un sistema que ya no desarrolla apenas fuerzas productivas y que promueve por contra cada vez más fuerzas destructivas, es más y más susceptible de extender e intensificar sus dinámicas de barbarización social.
Hasta ahora las condiciones objetivas de crisis sin fin y destrucción social y ambiental iban evidenciando que el sistema estaba objetivamente listo para ser superado, pero incluso tras el último estallido de la Larga Crisis se mantuvo la fidelidad subjetiva de amplias capas de la población (es decir, la fe en su capacidad de recuperación). Sin embargo, la Gran Crisis de 2020 puede hacer que por primera vez desde la consecución del “capitalismo amable”, keynesiano, se empiece a dudar seriamente de que este sistema sea igual a desarrollo, bienestar y democracia.
La agonía capitalista puede ser larga, pero podemos estar seguros de que cuanto más dure, más dolor, penuria y muerte acarreará a la humanidad. En adelante, esto será más que evidente (de hecho, ya lo es), lo que favorecerá de nuevo el crecimiento de la subjetividad antagónica. La gran tarea consiste desde ahora en organizarla para la transformación.
Eso sería vital para poder acortar el periodo de sufrimiento.
(Publicado originalmente en América Latina en Movimiento, el 9 de julio de 2020)
La función de la Banca se resume cada vez más en sostener la actividad empresarial a través de la creación de dinero-deuda (por ejemplo, por cada dos euros que alguien debe a un Banco éste puede emitir 100 euros más para prestar). La creación masiva de deuda bancaria implica el surgimiento de un poder adquisitivo que en realidad no existe (si bastantes prestatarios dejan de pagar las deudas, todo ese castillo en el aire se esfuma). Se estima que el 97% del dinero es creado por la Banca privada a través de la generación de préstamos. Tal aumento exponencial de las deudas por encima del que experimenta el PIB a escala mundial, no tiene más salida (parcial o de parche) a medio plazo que una Quita Global. Todo el gran Esquema Ponzi de las finanzas tendrá que venirse abajo ↩
El capital a interés deviene ficticio cuando el derecho a la remuneración o rendimiento del interés o deuda contraída viene representado por un título comercializable, con posibilidad de ser vendido a terceros (y esta es sólo una de las maneras de que el capital se haga “ficticio”). Es decir, cuando comienza a comercializarse un capital que es deuda y que en realidad no existe. Esa venta y su posterior reventa, genera todo el ciclo de ficción del capital a interés. Una deuda puede ser así revendida muchas veces. Con ello se realiza en apariencia el máximo sueño (“ilusorio”) de la clase capitalista: que el capital se auto-reproduzca más allá del trabajo humano, más allá de la riqueza material y más allá de las bases energéticas que posibilitan esta última ↩
El capitalismo amenaza nuestra supervivencia porque desencadena y produce el tipo de pandemias como la que estamos en medio ahora. Una de las cosas que ha causado esto es la oferta mercantil de proteína animal. Miles de millones de animales hacinados para la “fabricación industrial de carne”, en contacto cercano con humanos, constituyen la receta ideal para que un virus salte y se provoque una zoonosis. También la permanente deforestación y la colonización de espacios “vírgenes” aproxima a humanos y animales que apenas nunca estuvieron en contacto, con el consiguiente aumento del riesgo ↩