Violencia y terrorismo. Francisco G. Cediel
Se ha hablado con profusión en la prensa este mes de octubre sobre los 10 años transcurridos desde que ETA abandonó la actividad armada, haciéndose eco con profusión de diversas iniciativas que van encaminadas en suma a la construcción de un relato histórico sobre el conflicto en particular, y la idea general de la bondad del actual escenario de paz.
Es éste sin duda un asunto especialmente espinoso, no solo en cuanto a lo acaecido durante décadas en Euskalherría, sino en general en cuanto a la violencia política, de tal modo que las más de las veces el discurso oficial pasa de puntillas sobre cuestiones tan relevantes como el origen del fenómeno, las causas del mismo y la innegable utilización de la expresión “terrorismo” como un elemento deslegitimador de determinados fenómenos de violencia, frente a expresiones más benévolas y complacientes, cuando no directamente elogiosas, dirigidas a la violencia ejercida por quienes detentan el poder político, económico y militar.
En la arena internacional, alguien dijo, creo que el dramaturgo Peter Ustinov, que «El terrorismo es la guerra de los pobres y la guerra es el terrorismo de los ricos».
Pero no es solamente la calificación del terrorismo como guerra y de la guerra como lucha contra el terrorismo lo que ha modificado el lenguaje de la política y del derecho. La manipulación del lenguaje, una vez encauzada, no conoce límites. Hemos asistido, en estos últimos años, a un cambio del significado, en función de su legitimación o deslegitimación, de todas las palabras que tienen que ver con el uso de la fuerza.
No sólo las guerras desencadenadas fundamentalmente por los Estados Unidos, sino también los saqueos, los secuestros de personas, las torturas e incluso los atentados que han realizado los vencedores en los territorios ocupados han sido a su vez llamados «lucha contra el terrorismo» en defensa de la democracia y las libertades. Y esta lucha, gracias a una pirueta semántica, ha sido etiquetada como «justa» cuando no como “intervención humanitaria”, resolviéndose en la criminalización del enemigo, al que no se le aplican los tratados internacionales sobre el tratamiento de prisioneros de guerra y, a la vez, en la militarización de los procesos, en los que no se aplican las garantías ordinarias de los procesados sino el modelo de lo que se viene llamando, con una contradicción de términos, el «derecho penal del enemigo».
Por el contrario, todo lo que contrasta con los fines de esta lucha ejercida por los poderosos, cualquier forma de violencia política e incluso de revuelta, es etiquetado y descalificado como «terrorismo» o «filo-terrorismo». Incluso quienes sin cuestionar el orden establecido critican o lamentan este estado de cosas, son descalificados y desacreditados, en el mejor de los casos, tildándoles de ingenuos, cuando no como cómplices del propio terrorismo, no merecedores por tanto de un trato muy diferenciado de éste.
Un artículo escrito hace tiempo por José Juan de Olloqui, exembajador de México en el Reino Unido y en Estados Unidos, señalaba que los terroristas de unos son héroes de otros, de modo que para unos un agresor causal se denomina libertador y para otros terrorista o subversivo. Y es que, apunto yo, la historia la escriben los vencedores, de tal modo que quienes fueron terroristas ayer se transmutan, por medio de la victoria, en héroes cuando no en padres de la patria; la victoria militar confiere legitimidad al ganador y limpia trapos sucios con más eficacia que el mejor detergente.
Puede ser entretenido especular sobre si Daoiz y Velarde, que tienen una estatua en la Plaza del Dos de Mayo en Madrid, fueron subversivos (se enfrentaron violentamente al orden establecido), o si quienes intentaron atentar contra Hitler en Alemania, que al fin y al cabo ganó unas elecciones, eran técnicamente terroristas, aunque la victoria de unos y la derrota de los oponentes arrojaran un nuevo barniz a dichas actuaciones.
El pedagogo Paulo Freire analizó la llamada “pedagogía del oprimido”, enfrentándose al problema de la conciencia oprimida y la conciencia opresora, que condicionan una ética y concepción del mundo determinadas, ahondando en que, instaurada la opresión, entendida tanto en el plano objetivo; explotación, como en el subjetivo en cuanto a lo que supone de obstaculización a los oprimidos en su búsqueda de afirmación como personas, concluye que es la relación opresora la que instaura la violencia, de modo que no existirían oprimidos si no existiera una relación de violencia por parte de los opresores, concluyendo que “quienes instauran la violencia no son los tiranizados, sino los tiranos”.
Hoy Paulo Freire, de vivir en estos lares, probablemente estaría en prisión.
Llegados a este punto, hemos de concluir que probablemente la mayoría de los oprimidos acepta la trampa ideológica de los opresores, que sacralizan su violencia dotándola de legitimidad, denostando la reacción de los oprimidos, siendo ésta una de las más claras manifestaciones de la hegemonía ideológica de la clase que detenta el poder.
La realidad, por el contrario, tiene dos caras, como apuntó José Juan de Olloqui, que ilustra sus reflexiones con el mito del Minotauro, en la antigua Grecia:
Según Ovidio, se trataba de un ser mitad humano, mitad bestia, que sembraba el terror por su ansia de sangre y Teseo, al matarlo, fue un héroe que devolvió la tranquilidad a los habitantes de la comarca dende operaba ese monstruo.
Muchos siglos después, el escritor argentino Julio Cortázar dio una nueva lectura al mito y señaló que el Minotauro era un individuo libre y Teseo un terrorista al servicio del Estado.
La lectura oficial acerca de la violencia y el terrorismo apunta al intento del poder de legitimar su propia violencia y denostar la que se desarrolla contra éste, de modo que no es la ausencia de violencia el objetivo, ya que para ello sería preciso que no existiera opresión ni explotación, tal como apunta Freire, sino el acatamiento de las normas para hacer efectiva la realización de sus objetivos, utilizando el esquema del jurista Norberto Bobbio.
Claro que no siempre es así o al menos en la misma media; también en estas fechas, la justicia venezolana ha condenado a 23 años de prisión a un militar venezolano que disparó a un joven manifestante, opositor al chavismo, en una protesta en 2017. La noticia ha pasado sin pena ni gloria, sin que los grandes medios de comunicación se hagan eco de algo que les aparta del guion prefijado según el cual Venezuela es una feroz dictadora tropical y esto es un Estado de Derecho.
Sin embargo, noticias como ésta no se han visto nunca en estas tierras.
(Publicado en Canarias Semanal, el 28 de octubre de 2021)