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Chile y el supremo recurso de la rebelión

Sin dudas Chile ha despertado de su letargo neoliberal, incómodamente sobrellevado con cierta pasividad por casi tres décadas, como resultado de un eficaz diseño elitista, represivo y concentrador de la riqueza reforzado por Pinochet y continuado por sus emuladores institucionales. Pero lo destacable del fin de esa dormición profunda que parecía definitivamente instalada en Chile, es que ahora el Golem despierto no puede detenerse. El Pueblo chileno ha demostrado que un Estado no puede manejar todas las variables ni controlar los desenlaces cuando los oprimidos salen a la calle a destruir –literalmente– la construcción odiosa de un sistema injusto. Y ahora Piñera (y todo su Gabinete), y más aún, todas las clases cómplices de un Chile desmesuradamente injusto y asimétrico, están temblorosos ante una sociedad maravillosamente fuera de control, pues lo que denominaban control, no era más ni menos que obediencia pasiva al oprobio. Hoy ese control se ha hecho trizas y asusta. Tanto que el orgulloso Piñera, que es esencialmente un genocida económico –y por tanto constitutivamente soberbio y racista– ha salido a pedir perdón y a anunciar un despreciable paquete de medidas oportunistas (tal como hizo Macri en Argentina tras perder las primarias PASO el 11 de agosto pasado). Un anuncio que resulta emético por dos razones: la primera es que desnuda el miedo cerril que se apoderó de la clase gobernante. Un terror no sólo a perder sus históricos privilegios que costaron muerte y sufrimiento populares durante los 200 años de independencia chilena. También tienen el miedo enquistado en sus carnes tras comprobar que ni sacando el ejército a las calles se puede detener la fiebre colectiva que dice ¡Ya basta!… Basta de hambre, basta de una pavorosa y perversa exclusión sistémica. Basta de rebajamiento social y de un lento pero muy planificado genocidio por goteo mediante una medicina elitista, una educación para perpetuar la gobernanza de los ricos, y una pauperización programática para el sostenimiento de las clases poderosas. Ahora Chile dice ¡basta!, pero el juego no terminará cuando el gobierno quiera. Ahora el balón juega en el campo contrario y será el pueblo el que decida si se termina el juego, o lo sigue hasta la extenuación. Es decir, hasta la necesaria ruina del contrario.

Thomas Jefferson (1743-1826), uno de los redactores de la Carta Magna estadounidense  y padre fundador de la primera democracia moderna occidental (hoy convertida en un decadente engendro imperialista), afirmaba en sus escritos sobre la independencia norteamericana que “Cuando la injusticia se convierte en ley, la rebelión se vuelve un deber”. Por tanto y siguiendo con esa lógica que no inventó Jefferson sino que es tan antigua como la humanidad organizada, debemos ver la rebelión chilena como un enorme síntoma de salud republicana que exige ignorar los razonamientos bienpensantes, las lógicas superficiales de una derecha lumpen y ramplona que se escandaliza por los destrozos, por una violencia popular que está largamente legitimada por décadas de sufrimiento, de aplastamiento social y –finalmente– de un terrorismo de Estado mucho peor que la violencia callejera mostrada por la prensa corporativa. Basta echar una mirada a los cientos de videos de las redes sociales para comprender sin paliativos la violencia directa, totalitaria y claramente fascista que ejercen ahora mismo –mientras se escriben estas líneas– el infame Cuerpo de Carabineros y el propio ejército chileno contra sus conciudadanos. Cómo aplican un menú táctico que incluye violación domiciliaria, desapariciones, disparos en la cabeza a personas desarmadas y otras aberraciones que ingenuamente podemos dar por superadas en un Estado de derecho. Sólo la soberbia criminal de un explotador como Piñera nos hace recordar que esos parámetros son lábiles y pueden ser abandonados a placer en un Estado sin derechos reales y efectivos como el chileno.

Dicho esto, podemos inferir que toda violencia popular es poca si se trata de derribar semejante engendró totalitario. Hoy las clases desfavorecidas chilenas tienen licencia moral y jurídicamente justificada para salir a matar, a quemar, a derribar y azotar a los dueños infames de una nación que se debe a sus mayorías. Tal como lo afirma el preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, que nos habla del “supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. Recurso ya contemplado jurídicamente también por la Revolución Francesa en su Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.

Cabría recordar, por último, que ninguna rebelión es ordenada, ni estéticamente digerible, ni burguesamente aceptable. En una rebelión se mata, se muere, se quema, se lincha, se asalta y se toma todo. Se saquean comercios, no como producto de la rapiña, sino como compensación simbólica de otras marginalidades acumuladas en la piel y en el alma. Se toman supermercados, tiendas de electrodomésticos, perfumerías o joyerías, todos símbolos del engranaje capitalista que es el que ha producido la eclosión. En una rebelión (y es razonable que ocurra) se intenta destruir a la fuerza pública con todos los métodos posibles, pues es esta fuerza la que ejerce el brazo armado para la opresión. Eso nos lleva a afirmar que no hay lugar para el escándalo público por vulnerar las fuerzas del orden… ¿De qué orden? ¿Del orden neoliberal?

En su libro de 1951 Los Orígenes del Totalitarismo, Hannah Arendt reflexiona sobre cómo los imperialismos y las pulsiones racistas (ambos fuertemente enraizados en el actual neoliberalismo de Piñera) se sirven de una burocracia que es funcional a la opresión y se nutre de ella, tal como sucede desde hace décadas en Chile. Sólo que en el caso chileno se trata de una burocracia secuestrada por los intereses corporativos más infames y al exclusivo servicio de su expansión capitalista. La autora alemana de origen judío supo indagar en las raíces de estas desviaciones en el funcionamiento de los Estado-nación europeos durante el siglo XIX. Unos Estados que acumulaban excedencia de capital debido al colonialismo en África y que necesitaban exportar bajo la forma de inversiones para seguir siendo naciones prósperas. Arendt llegó a la conclusión de que además de inversiones, los países ricos también necesitaban exportar el control político para asegurar tales inversiones. Mecanismo replicado en Chile desde los albores de su historia independiente (y en el Ecuador de Lenín Moreno y en la Argentina de Macri).

 

Por tanto, rebelarse contra este diseño trasnacional que no duda en ensañarse con el sufrimiento colectivo para asegurar los flujos lucrativos, es un imperativo ético profundamente democrático, tal como Jefferson oportunamente nos recuerda. O como solía decir coloquialmente en las tertulias de su palacio de Monticello al final de su vida… “una rebelión cada tanto resulta una buena cosa”.

Ojalá que esta rebelión en Chile sea la última en mucho tiempo. Ello significará que arrancó de raíz los viejos cimientos para construir un nuevo Chile más justo, más democrático y más sujeto a la voluntad popular, que sirva de faro a toda la región.

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