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Jugando con las palabras: la concordia verdadera y la falsa concordia. Pedro López López

En el libro La transición oculta: ni modélica ni pacífica, Luis M. Sánchez Tostado dedica unos capítulos a los días previos a la legalización del Partido Comunista de España, unos momentos históricos en los que la cúpula militar amenazaba con un golpe de estado en caso de ser aprobada esta legalización. El PCE había lanzado desde la clandestinidad la propuesta política de la reconciliación nacional en 1956 renunciando al fracaso reconocido que había supuesto su apoyo a las guerrillas (el «maquis»). En el documento que aprobaba dicha política en junio de 1956, después de los sucesos de febrero de 1956 en la Universidad Central (enfrentamiento entre estudiantes que se manifestaban por unas elecciones libres al Sindicato Español Universitario (SEU) y un grupo de falangistas que celebraban el «Día del estudiante caído»), se decía que el PCE «declara solemnemente estar dispuesto a contribuir sin reservas a la reconciliación nacional de los españoles, a terminar con la división abierta por la guerra civil y mantenida por el general Franco…».  

Dos décadas más tarde, el presidente Suárez se enfrentaba a la crisis más grave que tuvo en sus años de mandato, al tener la intención de legalizar el PCE y temer la reacción virulenta del estamento militar. Tal legalización se produjo el 9 de abril de 1977, conocido como el Sábado Santo Rojo. Suárez había pedido un dictamen al Tribunal Supremo que avalara jurídicamente que los estatutos que había presentado el partido en febrero no conculcaban el artículo 172 del código penal del momento. El Tribunal Supremo se inhibió y pasó la patata caliente al Ministerio de Gobernación. Suárez, no obstante, estaba dispuesto a la legalización, pero quería algún aval jurídico. En todo caso, la legalización se produjo y la temida reacción de los militares llegó con una reunión de urgencia de la cúpula militar a petición del general golpista Milans del Bosch, con la vuelta a Madrid (estaban fuera) de los tres ministros militares para presentar su dimisión y con la propuesta de «una intervención militar» por parte de algunos de los presentes en dicha reunión. El rey convoca el 11 de abril a los tres ministros con uniforme y consigue contener a dos de ellos para que no dimitan, pero no lo consigue con el titular de la cartera de Marina, almirante Pita da Veiga.

La tensión era máxima y Suárez encarga al abogado Armero que transmita a Carrillo la situación, que se resumía en que si los comunistas no aceptaban la bandera bicolor ni la monarquía, el Ejército actuaría y el presidente de gobierno perdería el control, con consecuencias imprevisibles que no excluían el derramamiento de sangre. Armero comunica a Carrillo estas palabras: «Ahora mismo la cabeza de Suárez no vale un duro. Los militares están a punto de levantarse. O nos echáis una mano o nos vamos todos a la mierda». Si el peligro se había inflado o era real, no lo sabemos, pero el caso es que Carrillo transmitió el mensaje en la primera reunión del comité central del partido tras la larga dictadura. El partido acepta las condiciones, que serían malamente comprendidas por gran parte de la militancia, pero la situación se resuelve. En palabras de Sánchez Tostado: 

«Armero y Suárez respiran aliviados. Los comunistas no solo aceptan las condiciones del presidente del Gobierno y, por consiguiente, del Ejército, también comunicaban la intención de pasar página al episodio de la Guerra Civil para la consecución de una convivencia en concordia. «Para nosotros la guerra es historia y no sentimos ningún odio para los que combatieron enfrente»» 

Desde luego, ese tragar con ruedas de molino no podía significar renunciar por los siglos de los siglos a investigar los crímenes cometidos en la guerra civil y en la dictadura, como parece entender la derecha. Para pasar página, primero hay que leerla, decía el jurista Louis Joinet en un informe con el que andaba los primeros pasos la llamada Justicia Transicional. 

Como puede apreciarse, en aquellos momentos de la Transición hubo un espíritu de concordia para evitar derramamientos de sangre y que el sector más ultra del ejército volviera a las andadas como en 1936. Ahora vemos que la derecha quiere sacar leyes «de concordia» en las que lo que se plantea no es ninguna concordia para la convivencia, sino el blanqueamiento del franquismo, del pistolerismo fascista, de las miles y miles de palizas, linchamientos, asesinatos y violaciones de falangistas, legionarios y matones a las órdenes de capitalistas y terratenientes, de la venganza y el odio infinito contra los que defendieron la legalidad de una democracia legítima. Una democracia que tuvo sus problemas, como todas, que no fue más convulsa que la de otros países democráticos, cuyos militares no pusieron como excusa los disturbios callejeros que en nuestro caso eran provocados cientos de veces por provocadores y matones fascistas en mítines y en otras ocasiones. 

En la Transición todavía no sabíamos la magnitud del genocidio planeado y perpetrado por Franco y sus compinches, hasta dónde llegaban las escandalosas cifras de desaparecidos y de fosas comunes, la trama de robo de bebés, las órdenes emitidas por los Queipo de Llano, Mola y otros genocidas. No hay nada parecido en el campo republicano, aunque pudiera haber excesos, como en todas las guerras, excesos debidos en gran parte a la pérdida del control de la situación los primeros meses de la guerra. Queipo decía en sus alocuciones radiadas cosas como «Yo os autorizo a matar, como a un perro, a cualquiera que se atreva a ejercer coacción ante vosotros. Que si lo hicierais así, quedaréis exentos de toda responsabilidad» o «Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los rojos lo que es ser hombre. De paso, también a las mujeres de los rojos […] Dar patadas y berrear no las salvará». Por su parte, Mola predicaba que «la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo […] hay que eliminar sin escrúpulos a todos los que no piensen como nosotros […] Es necesario propagar una imagen de terror […] Yo podría aprovechar nuestras circunstancias para ofrecer una transacción a los enemigos, pero no quiero. Quiero derrotarlos para imponerles mi voluntad. Y para aniquilarlos». 

Eran autoridades de los sublevados. No hay nada remotamente parecido por parte de los mandos de la República, que se vio obligada a defenderse de la sublevación de parte de los militares (muchos que no se adhirieron fueron asesinados, otros muchos obligados a sumarse a la rebelión). 

El blanqueamiento y el olvido que pretenden las derechas no tiene nada que ver con la concordia, tiene que ver con mantener a este país sumido en la ignorancia que han pretendido durante el franquismo, inculcando valores fascistas y nacionalcatólicos (especialmente en los colegios concertados), equiparando a un gobierno legítimo con una banda de militares traidores (habían jurado defender la República Franco y los suyos, como Pinochet al gobierno de Allende, era de la misma calaña). Quieren que lleguemos a la conclusión de que la República y el fascismo fueron igual de culpables, un mensaje tan insidioso no puede ser aceptado en una democracia, y ellos lo saben, por eso utilizan torticeramente las palabras. Tomaduras de pelo, las justas, ya hemos tenido bastantes.

(Aparecido en Público, el 8 de abril de 2024)

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