La caja de herramientas de los mil millones de oro
Entre la «democracia consolidada» del Estado canalla (más conocido como España) y las «democracias plenas» del resto del «mundo libre» que se contraponen a los «modelos autoritarios» que disputan la hegemonía a Occidente hemos estado entretenidos unos cuantos días. Para estas «democracias» el bufón Navalny es importante pero no Assange, se sanciona a Rusia pero no a Gran Bretaña y volvemos a oír el mantra, repetido y aburrido, de los «derechos humanos».
Esta es la caja de herramientas recurrente de los mil millones de oro cuando se constatan las grietas de un edificio que se derrumba sin remisión. Es un regreso al pasado, un aferrarse a una verborrea que ya no cuela ni entre esos mil millones de oro que se están dando cuenta que lo que son, en realidad, es mil millones de plomo que durante años, hasta 2008, han estado recubiertos de una fina capa de oro que daba brillo pero ocultaba la realidad.
Durante mucho tiempo a Occidente se le ha denominado «los mil millones de oro» en referencia a su población y a su nivel adquisitivo. Es un concepto racista, por supuesto, y supremacista al tiempo que neocolonialista pero ¿qué más da? Occidente tenía el control del relato y lo demás no existe. Que existiese ese referente cuando en el mundo hay cerca de 8.000 millones de habitantes indica de qué estoy hablando y del comportamiento «democrático» occidental.
El mismo comportamiento «democrático» que se está viendo ahora con las vacunas anti-COVID y cómo Occidente las está acaparando. La revista médica de referencia, The Lancet, lo ha dicho claramente: «los gobiernos de los países de altos ingresos, que representan el 16% de la población mundial, han realizado pedidos anticipados que cubren al menos 4.200 millones de dosis de vacunas COVID-19, lo que significa que han logrado asegurar al menos el 70% de las dosis disponibles en 2021». Es un ejemplo, pero habría miles de este «democrático» comportamiento.
La historia viene a cuento de la penúltima gracia de EEUU (y de sus vasallos). Esta semana EEUU ha emitido una declaración solemne sobre el «regreso» al Consejo de Derechos Humanos de la ONU afirmando que «la nueva Administración (Biden) coloca la democracia y los derechos humanos en el centro de la política exterior». Estamos de regreso al pasado, a cuando en 1948 los países que sometían a control colonial a los pueblos africanos y asiáticos aprobaron la pomposa Declaración Universal de los Derechos del Hombre bajo una estrecha concepción individualista sin tener en cuenta los derechos colectivos ni de los pueblos. Lo mismo, exactamente lo mismo, que en el siglo XVIII cuando en Haití se creyeron eso de «Libertad, Igualdad y Fraternidad» de la Revolución Francesa y pretendieron que se les aplicase también a ellos, los esclavos. Y no, fueron masacrados. Los probos revolucionarios franceses consideron una «insolente aspiración» las pretensiones de los esclavos haitianos y los pasaron a cuchillo, literalmente.
Hubo que esperar a la revuelta y rebelión anticolonial de los años 60 del siglo pasado para que el muy «democrático» Occidente aceptase una ampliación de los derechos humanos que recogiese el sentir de los pueblos. Es lo que se conoce como derechos de segunda generación. Estos derechos son los económicos, sociales y culturales y en la Proclamación de Teherán de 1968 queda recogida en el derecho internacional público de forma tajante:
- «Los actos de agresión acarrean la denegación general de los derechos humanos» (párrafo 10)
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«Como los derechos y libertades fundamentales son indivisibles, la realización de los derechos civiles y políticos sin el goce y disfrute de los económicos, sociales y culturales resulta imposible« (párrafo 13)
Este es el andamiaje del derecho internacional público que el Occidente de los «mil millones de oro» reconoce de boquilla pero no de derecho. Investigad por ahí y veréis el por qué desde entonces sólo se hace hincapié en los de primera generación, de 1948. Y lo mismo ahora.
Ante esta respuesta y actitud occidental, el resto de pueblos del planeta reaccionaron, como no podía ser de otra manera y desarrollaron su propia perspectiva de los derechos humanos, quedando así patente, también, en el derecho internacional público: no existe una concepción única respecto a ellos a escala planetaria, es decir, adaptada a todas las naciones y pueblos, por toda la comunidad jurídica internacional. Quien diga lo contrario, miente. Pero eso también ha sido ocultado por el Occidente de los «mil millones de oro»: ha tratado de imponer sus propias reglas como las únicas en discusión en esta esfera.
No voy a entrar aquí en el derecho a la autodeterminación de los pueblos que, por cierto, consagra de manera generalizadora el artículo 1 de la Carta de la ONU, sino en los económicos, sociales y culturales.
La pandemia ha dejado a los «mil millones de oro» occidentales desnudos, como en el cuento de Hans Christian Andersen. Si os tomáis la molestia de ver cómo van los datos, veréis que de los 2’5 millones largos de muertos que van 1’5 millones se han producido solo en 7 países, por este orden: EEUU, Brasil, México, India, Gran Bretaña, Italia y Francia. O sea, la crem de la crem. Coged los datos y cruzadlos, veréis que los países «autoritarios» o «dictaduras» avergüenzan a todos y cada uno de los países occidentales: Cuba (2’2 casos por cada millón de habitantes), Venezuela (1 caso por cada millón) o Siria (59 por millón) son solo una pequeña muestra y pongo tres que están siendo acribillados a sanciones y críticas por los «derechos humanos» porque en EEUU son 239 por millón, en Francia 67 por millón y en Gran Bretaña 67 por millón.
Occidente está en declive social, político, económico y militar. Especialmente, EEUU. Si hay un sitio donde el racismo y la desigualdad es evidente es allí y supongo que no hará falta recordar eso del Black Lives Matter. Pero ahora viene con eso de los derechos humanos, que no tiene nada que ver con lo interno y sí con sus objetivos geopolíticos.
El descrédito de Occidente es irreparable, aunque vuelvan a coger su gastada caja de herramientas para pavonearse, ocultar sus propias miserias y volver a someter y sojuzgar a pueblos y naciones a sus intereses. El caso de Bielorrusia no está lejano. Quienes han gobernado el mundo durante los últimos 500 años son incapaces de entender lo que está pasando, pero con su bonita caja de herramientas siguen pensando que son los «mil millones de oro» y, por lo tanto, que pueden dar lecciones y chantajear y presionar a los «autoritarios» que, además, han optado por su propio camino.
EEUU no da este paso porque sí, porque quiera «revertir el legado de Trump». En absoluto. Sabe que es el único instrumento que tiene para volver a aglutinar a sus vasallos europeos y porque las posturas propias sobre derechos humanos tienen cada vez más resonancia y predicamento entre los países viendo, como ven, en qué consiste eso de los «valores occidentales» centrados en las elecciones, o en la religión pero no en que para la inmensa mayoría de la humanidad (7.000 millones frente a los «mil millones de oro») existe el derecho básico de la vida y del desarrollo y que estos dos derechos no tienen por qué seguir el camino occidental y dicen ya abiertamente que ese camino occidental ni siquiera es el mejor ni el más adecuado.
Así que volvemos a los orígenes, ya anunciados por Biden hace poco y que acaba de visualizar con el ataque a las milicias pro-iraníes en Siria: los «derechos humanos» occidentales son una herramienta para intentar perpetuar los intereses occidentales aunque, tal y como está el mundo ahora, es una batalla perdida. Se lo creerán los «mil millones de oro», pero no el resto. El mundo va ya decididamente en otra dirección, hay otro orden mundial, multilateral, y en él Occidente no tiene mucha cabida porque el resto del mundo ya ha visto que lo que hay no es oro, sino simples barras de plomo.
(Publicado en el blog del autor, el 27 de febrero de 2021)