Escultura de Yuichi ikehata
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Una receta frente al desapego

El futuro llegó hace rato.
Todo un palo, ya lo ves.[1]

Este escrito se presenta como la continuación de otros dos artículos previos: El Gran Reinicio huele a Brumario y Desconfinando el miedo (este último escrito a cuatro manos con Elisa Nieto) en los que se trataba de abrir el debate en torno a la anunciada “nueva normalidad” y señalar sus rasgos y características más preocupantes. Entre otras cosas, en estos artículos se hacía hincapié en la “economía bajo demanda” y en la nueva morfología del trabajo. La idea es seguir profundizando en este tema.

El puesto de trabajo se ha convertido en uno de los aspectos más importantes de nuestra vida. Es el ámbito donde con suerte accedemos a un salario, donde a menudo es posible desarrollar lazos personales y, en el mejor de los casos, unirnos para defender nuestros intereses de clase frente a la patronal hasta lograr algunas victorias que se traducen en derechos.

Nuestras vidas están crecientemente atravesadas por la precariedad, la flexibilización, la temporalidad y las largas jornadas, sobre todo desde la aprobación de las últimas dos reformas laborales por parte del gobierno Zapatero y el gobierno Rajoy. Esta realidad se reproduce tanto si tenemos un empleo como si no lo tenemos. Hasta aquí nada nuevo bajo el capitalismo. Ahora bien, la presión laboral ha ido aumentando de forma significativa en los últimos meses, y esa tendencia seguirá presente en los próximos tiempos (¿años? ¿décadas?). Las consecuencias económicas de esta degeneración creciente de las condiciones laborales son bien conocidas[2], pero sus efectos no se reducen a lo meramente monetario.

En tiempos de la COVID-19, la irrupción de los avances tecnológicos en Robótica, Internet de las Cosas[3] e Inteligencia Artificial agudizan tanto la fragmentación de la sociedad y de las personas, como su aislamiento y exclusión. Todo parece indicar que estamos entrando en un periodo que será de total transformación y, a no ser que tomemos cartas en el asunto, el resultado no parece ser prometedor.

Entre finales del siglo XVII y principios del siglo XIX, el trabajo – ya fuese arar el campo, tejer la lana, soplar el vidrio – era una actividad artesanal que se realizaba principalmente en el hogar. Con la aparición de la industria manufacturera, la realidad laboral comenzó a cambiar de forma gradual y relativamente lenta: el traslado físico a un puesto fuera de casa llegó a ser algo habitual. Con la Revolución industrial el impacto fue más global, más acelerado y la “desconexión” con el pasado, con esa forma de producir artesanal, posiblemente más acentuada.

Si hoy nos detenemos a pensar cómo era nuestro día a día durante la década de 1990 y lo comparamos con el día a día actual seguramente tomaremos conciencia de multitud de rasgos y aspectos nuevos. Si bien las actividades cotidianas no han variado en exceso, sí se ha modificado su ritmo: antes en general resultaban lineales, sin grandes interrupciones; hoy todas esas acciones del día a día están salpicadas permanentemente por noticias, cambios de planes repentinos, mensajes (miramos el móvil unas 150 veces al día[4]). La repercusión que tienen los avances tecnológicos sobre la forma de vida, el trabajo, el acceso la educación, la alimentación, el tamaño de la población mundial, son innegables.

Internet es hoy ubicuo. La “nube” cubre el mundo entero. En 2017 había casi 5.000 millones de teléfonos móviles lo que presupone la posibilidad de que esa cantidad de personas se conecten entre sí[5]. Cada interrupción es una distracción que fragmenta la actividad que estábamos llevando a cabo. Las actividades que requieren de una concentración larga se van postergando. Cambiamos los libros y noticias detalladas por los doscientos caracteres de Twitter. Se pierde la capacidad de detenerse a observar y se pierde el tiempo destinado para jugar. El tiempo de ocio queda relegado a mirar la pantalla, se convierte en un ocio pasivo. Como cada minuto cuenta, lo que buscamos es la satisfacción inmediata.

La acumulación de tareas interrumpidas nos paraliza y nos provoca pequeñas dosis de sufrimiento que a simple vista pasan desapercibidas. Si a esto le sumamos los movimientos migratorios que suponen un desarraigo difícil de superar, la fuerza centrípeta de las grandes urbes y el teletrabajo, la tendencia al aislamiento y la soledad crecen. Con jornadas sin límites claros durante los siete días de la semana las posibilidades de socializar físicamente se reducen. Los asistentes de voz se convierten en la mejor amistad: no genera desconfianza, no traiciona y no compromete. En el mundo virtual, nuestro avatar da la cara. El narcisismo está servido en bandeja.

El otro aspecto a tener en cuenta es la profundización de la exclusión económica: las nuevas tecnologías expulsan la mano de obra menos cualificada y la competencia por el puesto de trabajo crece. Ya no se compite con quienes habitan un barrio o ciudad: a través del teletrabajo, la fuerza de trabajo mundial compite por un puesto.

Los tres aspectos –fragmentación, aislamiento y exclusión- que se acentúan con la implementación de los avances tecnológicos bajo el modo de producción capitalista generan la híper especialización de tareas específicas. Cada vez resulta más complicado tener una visión de la totalidad. Además de las consecuencias ya mencionadas esto dificulta aún más la organización entre trabajadoras para frenar todo tipo de atropellos por parte de los empresarios.

Cuanto más penetra el capital en nuestras vidas más abstractos nos volvemos. Tanto, que nos quieren hacer creer que ya no hay sujetos colectivos: no hay clase trabajadora sino un mundo de personas que colaboran armoniosamente entre sí. He aquí el nuevo concepto que quieren imponer en este “nuevo reinicio” capitalista.

La nube humana que propone el modelo Uber está habitada por “independientes” y “colaboradores”, sujetos abstractos, que deben adaptarse y aprender todo tipo de tareas y en todo tipo de contextos. A diferencia de la monotonía de la fábrica en este modelo se asumen un sin fin de funciones mal delimitadas: en el mismo día repartimos comida, somos chóferes, teleoperadoras, alquilamos una casa, y realizamos además todas las tareas de cuidados que garantizan la pervivencia física y afectiva de quienes al día siguiente volverán a sumirse en la nube de empleos inconexos.

Las abstracciones más generales, como son los conceptos “colaboradores” e “independientes” (que buscan desligar a esas personas de una totalidad o un conjunto de relaciones que los abarcan, los incluyen y dentro de las cuales adquieren un sentido) solo aparecen en aquellos lugares donde existe un gran desarrollo concreto rico en determinaciones y relaciones. El capitalismo es un sistema complejo. Cuando se llega a estas múltiples determinaciones que se articulan en relaciones ordenadas y jerarquizadas lógicamente, lo abstracto –los “independientes” o “colaboradores”- se convierte y transforma en concreto[6], en este caso en trabajadoras explotadas. En algo concreto, es decir, en la unidad ordenada de lo diverso. La categoría de trabajo abstracto solo puede aparecer en una sociedad desarrollada como la que está determinada por el modo de producción capitalista, un modo de producción en el que las personas pueden pasar fácilmente de un trabajo a otro, vender su fuerza de trabajo tanto para un tipo de empleo como para otro.

El cambio de nuestra cotidianidad no es el resultado de una sola fuerza, sino una combinación de varios factores entre los que podemos destacar tanto los avances tecnológicos y la creciente globalización como las derrotas de numerosas luchas que emprendió la clase trabajadora desde los años 60 hasta el presente. La mansedad institucional de la mayor parte de la izquierda, su renuncia a la toma del poder sobre todo desde la difusión de las ideas eurocomunistas[7], aún supone un obstáculo para la aparición de una izquierda revolucionaria.

No se trata de tener nostalgia del pasado. La “vieja normalidad” no era mejor que la nueva. Ambas están atravesadas por la explotación capitalista. Por la extracción de plustrabajo y plusvalor. Tampoco la solución pasa por ir contra los avances tecnológicos como hizo en su momento el ludismo[8]. Es muy importante, en este sentido, recordar una vez más las palabras de Marx y Engels:

“A veces los obreros triunfan; pero es un triunfo efímero. El verdadero resultado de sus luchas no es el éxito inmediato, sino la unión cada vez más extensa de los obreros. Esta unión es propiciada por el crecimiento de los medios de comunicación creados por la gran industria y que ponen en contacto a los obreros de diferentes localidades. Y basta ese contacto para que las numerosas luchas locales, que en todas partes revisten el mismo carácter, se centralicen en una lucha nacional, en una lucha de clases. Mas toda lucha de clases es una lucha política. Y la unión que los habitantes de las ciudades de la Edad Media, con sus caminos vecinales, tardaron siglos en establecer, los proletarios modernos, con los ferrocarriles, la llevan a cabo en pocos años[9].”

Se trata de poner la tecnología a nuestro servicio y no permitir que se convierta en el monstruo de Frankenstein. Los poderosos están organizados, se reúnen de forma habitual en Davos, acuerdan hojas de ruta en las grandes cumbres, foros y congresos.

Urge aprovechar las oportunidades de conexión que nos posibilitan las nuevas tecnologías y, al mismo tiempo, debemos reforzar el contacto humano, mirarnos a los ojos y escucharnos. En un momento de tanta incertidumbre la praxis revolucionaria, la teoría y práctica revolucionarias, son imprescindibles. Al mismo tiempo hay que aprovechar todos los medios existentes para difundir nuestros mensajes, nuestras convocatorias, nuestras propuestas organizativas. Debatir fraternalmente pero sin olvidarnos de los principios. La tarea militante debe estar enfocada en volver a unir lo que el sistema fragmentó. El miedo es el gran protagonista de nuestra época. Debemos combatirlo antes de que la pesadilla nos haga olvidar lo hermoso que es soñar.

Andrés Fernández, militante de TrinCHEra

(Artículo aparecido originalmente en Espineta amb caragolins, el 27 de septiembre de 2020)

  1. https://www.youtube.com/watch?v=1RjBFwVNeJY
  2. https://www.elpais.com.uy/mundo/oit-millones-empleos-destruidos-pandemia-covid.html 
  3. El Internet de la Cosas es un concepto que se refiere a la interconexión digital de objetos cotidianos con Internet. Si cada objeto -como un libro, un refrigerador, una lámpara o un medicamento- estuviera equipado con un dispositivo de identificación y conectado a Internet podríamos saber su fecha de caducidad, ubicación, etc.. 
  4. https://www.lavanguardia.com/tecnologia/20130726/54378886454/adictos-al-movil-lo-miramos-150-veces-al-dia-de-media.html 
  5. https://elpais.com/tecnologia/2018/02/27/actualidad/1519725291_071783.html 
  6. Néstor Kohan; Nuestro Marx; Pág. 350; Editorial La Oveja Roja 
  7. “El “compromiso histórico” entre el PCI y DC excluye la posibilidad de un gobierno de unidad de la izquierda en Italia, al no contar más que con el 51% de los votos de mayoría. Mediante ese “compromiso histórico la dirección del PCI, temerosa de recibir un golpe de estado como el chileno, se integra en las instituciones permanentes del Estado capitalista. De este modo abandona definitivamente toda lucha por el poder que en sus inicios había caracterizado al comunismo italiano liderado en los años 20 por Antonio Gramsci y Amadeo Bordiga.” Néstor Kohan; Nuestro Marx; Pág. 196-197; Editorial La Oveja Roja 
  8. Fue un movimiento encabezado por artesanos ingleses en el siglo XIX que protestaron contra las nuevas máquinas que destruían empleos. El nombre deriva de Ned Ludd que fue uno de sus líderes. 
  9. Manifiesto del Partido Comunista [las negritas son nuestras], K. Marx y F. Engels; longseller; Pág. 119-120 

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