9 de agosto, Día Internacional de los Crímenes Estadounidenses Contra la Humanidad
Este 9 de agosto de 2020, se conmemora el Día Internacional de los Crímenes Estadounidenses contra la Humanidad, una joven iniciativa de la Red de Intelectuales, Artistas y Movimientos Sociales en Defensa de la Humanidad, asumida de manera creciente por más y más estados, organizaciones y personas a título individual de todo el mundo. Tal día como hoy, en 1945, EE.UU. lanzó un ataque nuclear contra la ciudad de Nagasaki que acabó con la vida de alrededor de 80.000 civiles inocentes. Días atrás, el 6 de agosto, había hecho lo mismo contra la ciudad de Hiroshima, donde se contabilizaron otras 166.000 muertes directas, también en su inmensa mayoría, niños, mujeres y ancianos que no participaban en la guerra.
A pesar de la sangría humana, buena parte de la opinión pública internacional cree que los ataques fueron necesarios y que, incluso, salvaron muchas vidas. Tal es el éxito de la máquina propagandística norteamericana y del control de los medios de información y de la industria del entretenimiento mundial, que ha tornado un frío crimen de lesa humanidad como nunca antes se había producido, en casi, un acto humanitario.
Los objetivos no fueron militares, deliberadamente se buscó una matanza de civiles para provocar un efecto aterrador entre la población de Japón y, por ende, en la de todo el mundo. En este sentido, puede decirse que se trató, sin ningún género de dudas, de un brutal y sanguinario acto terrorista. No se suele contar que Japón ya estaba derrotado y, tras la declaración de guerra de la Unión Soviética, era cuestión de días que se firmara la rendición. Hay multitud de declaraciones de altos mandos militares del Pentágono que lo reconocen abiertamente, aunque su voz queda sepultada por avalanchas de propaganda permanente en múltiples formatos. Un par de ejemplos, el general Curtis LeMay, miembro de la Fuerza Aérea del Ejército norteamericano, declaró tras el lanzamiento de las bombas nucleares sobre Japón que
No se puede ser más claro. O sí. El general Carter Clarke fue así de lapidario: “Cuando no necesitábamos hacerlo y sabíamos que no necesitábamos hacerlo y ellos sabían que no necesitábamos hacerlo, los utilizamos (a los japoneses) como un experimento para dos bombas atómicas”.
Lo preocupante de la cuestión es que un gobierno se plantee un experimento que cueste, de un plumazo, la vida de un cuarto de millón de personas. Truman, aunque no lo quieran ver así, con la firma de la orden de proceder a los bombardeos nucleares en Japón, se situó a la altura de genocidas como Hitler. Y, desde luego, la historia no lo absolverá por ello, como parece que sí lo han hecho los dueños del mundo hasta la fecha.
Sin olvidar el uso de materiales radiactivos en proyectiles, esas han sido las únicas bombas nucleares lanzadas sobre población a lo largo de la historia. ¿Qué derecho puede arrogarse un estado criminal y asesino como Estados Unidos para prohibir la energía nuclear a otros países del mundo, incluso para uso civil, como sucede por ejemplo con Irán? Tras Hiroshima y Nagasaki, la comunidad internacional debería haber obligado a EEUU a destruir todo su arsenal de destrucción masiva, por haber atravesado todas las líneas rojas como no ha hecho ningún otro país en la historia reciente.
Pero no se trata de un hecho aislado ni de un error coyuntural. La breve historia de Estados Unidos está llena hasta rebosar de actos tan execrables como los que hoy recordamos. Hay bastantes investigadores que han tratado de poner cifras a las muertes que han provocado la multitud de guerras que Estados Unidos ha generado. No son cálculos fáciles, porque los criterios son difíciles de homologar, pero seguro que conocerlos nos proporcionará una buena aproximación del rol que este imperio desempeña en el mundo. Uno de ellos destaca que, solo después de la II Guerra Mundial, la cifra de muertes provocada por EEUU supera los 20 millones en 37 naciones atacadas por el «Tío Sam». Otro estudio realizado por la Universidad de Brown (EEUU) referido a las muertes causadas en Oriente Medio y en Asia tras el 11S habla de 800.000 víctimas directas (sin contar enfermedades y hambrunas provocadas por la destrucción) y 21 millones de desplazados con incidencia en alrededor de 80 países. Cálculos diferentes, también norteamericanos, los cifran en 6 millones de muertes y 6 países arrasados desde 2001 (Libia, Siria, Somalia, Yemen, Irak y Afganistán).
Aún más, puede decirse que, desde su fundación, Estados Unidos no ha vivido ni un solo día sin guerra. Por regla general, todas ellas se libran lejos de sus fronteras nacionales, entre otras cosas, para mantener engañada a una población que cree que su país es el gran mantenedor de la libertad y la democracia en el mundo. Una solemne estupidez asimilada también, a pies juntillas, por las gentes de multitud de países occidentales, que prefieren creer en las épicas de Hollywood antes que en las múltiples evidencias de apoyo a la expansión de las dictaduras en el mundo bajo el manto estadounidense.
Hoy, sin embargo, el Pentágono prefiere librar los conflictos bélicos de última generación a través de agentes interpuestos, ya sean ejércitos aliados, mercenarios pagados o, lo que es peor, azuzando el terrorismo integrista en su propio beneficio. De esa manera se libran del descrédito y el estigma de país belicoso, que se han ido labrando en determinados países y entre determinados colectivos a lo largo de los tiempos.
La estrategia más utilizada es combinar las guerras a través de proxies con ofensivas mediáticas propagandísticas y bloqueos económicos para justificar las agresiones y tratar de enfrentar a las poblaciones con sus legítimos gobernantes. Estados Unidos mantiene actualmente en estado de sitio económico a más de 30 países, cuyas poblaciones están sufriendo las consecuencias del hambre y las enfermedades por no plegarse a los intereses del imperio. Algo no muy diferente de aquellos brutales asedios a fortalezas de la Edad Media y un tipo de acciones —los castigos colectivos— totalmente prohibidas por las leyes internacionales.
También resulta paradójico que un país así se considere a si mismo como integrado por un pueblo elegido —otro más— con la responsabilidad de proteger al resto del mundo y salvaguardar y exportar sus valores republicanos y su american way of life como misión casi divina. Una forma de vida convertida en un virus que amenaza, por insostenible, la salud del planeta y el futuro de todos sus habitantes, tanto los estadounidenses, como los del resto del mundo. Y es que la huella ecológica de Estados Unidos es, tras los Emiratos Árabes, la mayor del mundo. Se calcula que para mantener el tren de vida actual, Norteamérica necesita de los recursos de casi 10 países de su mismo tamaño, recursos de los que es necesario apropiarse e impedir —muchas veces por la fuerza— que los disfruten sus legítimos dueños. Tal vez ello explique el porqué de la necesidad de mantener una enorme presencia militar en el extranjero desplegada en alrededor de 800 bases militares repartidas por medio centenar de países. ¿Alguien en su sano juicio pensaría que semejante operativo tiene un carácter altruista basado en la exportación de la democracia?
Contrariamente a lo que pudiera parecernos en Occidente, estudios sociológicos recurrentes demuestran, año tras año, que la población mundial considera a Estados Unidos el mayor riesgo para la paz del planeta, a cierta distancia del segundo país que, ¡cómo no!, es Israel por razones también bastante obvias.
Cada año, cada 9 de agosto, recordaremos lo que EEUU fue capaz de hacer solo para mostrar al mundo su capacidad destructiva. Asesinar cruelmente a más de un cuarto de millón de personas para lanzar un mensaje de terror, nos da la medida para comprender qué tipo de país es Estados Unidos, qué políticos los representan y quienes los han representado en el pasado.
Nuestra obligación como internacionalistas, como antiimperialistas y como pacifistas es denunciar unos hechos por los que aún no se ha pedido perdón y que, de una manera u otra, de forma más sibilina, se siguen produciendo a diario. Porque unas explosiones nucleares son escandalosas en sí mismas y difíciles de ocultar. Sin embargo, la muerte de más de 600.000 personas asesinadas por un férreo embargo impulsado por EEUU —como el acontecido en Irak— es más fácil de esconder contando con la complicidad de los grandes medios de comunicación, en realidad, empresas al servicio de los gobiernos y al establishment económico que los dirige. Desvelar este tipo de actuaciones es y será una de nuestras tareas principales y la fecha del 9 de agosto, es la efemérides idónea para tal fin.
(Aparecido en Bits Rojiverdes, el 9 de agosto de 2020)