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El asesinato de Kennedy, el patán Donald y una sugerencia desde Puerto Rico

Como idea suspendida en el aire, aunque apunta a profundidades del subsuelo, Carmen H. Santiago Negrón deja caer en su página de Facebook esta observación cargada de sugerencias: «Tan fácil que se les hizo asesinar a Kennedy…» Persona decente, de grandes valores humanos, y puertorriqueña de ley, quien hace la observación es independentista, defiende la dignidad y los derechos de su pueblo, que hace ciento veintidós años sufre la condición colonial con que los Estados Unidos sustituyeron a España en su carácter de metrópoli.

Si a Carmen le faltaba algún hecho simbólico y doloroso, ¡un hecho más!, para repudiar al imperio y particularmente al actual césar, le bastaría y le sobraría la imagen del patán Donald lanzando paquetes de papel higiénico a representantes de Puerto Rico a raíz de la tragedia allí causada por el huracán María. No a representantes en general de ese pueblo, no, sino a cipayos que el imperio maneja a su antojo, y gozan con ello.

Ahora se sufre la pandemia que, en términos de salud, alarma y asola al mundo, y ante la cual está Puerto Rico tan desamparado. Razones más que de peso tendrán hijos e hijas de ese pueblo para asombrarse al ver de qué modo tan grosero actúa y se pronuncia el césar, cómo pone los intereses económicos de los poderosos de su nación —él entre ellos— por encima de todo, por encima incluso de urgencias vitales de su propia ciudadanía. ¿Qué va a interesarle Puerto Rico, sino como base para experimentos terribles y para enterrar cenizas contaminadas con radioactividad? La pandemia de la covid-19 es grave, gravísima, pero no la peor: se complica con la determinante, la del capitalismo neoliberal e imperialista.

No hace falta abundar ahora en las horrorosas acciones y palabras del patán Donald: están a la vista y a los oídos de quienes quieran ver y oír. Y mucho menos se necesita idealizar a John F. Kennedy. Él también fue césar del mismo imperio, pero incluso los imperios, por muy vastos que sean y muy monolíticos que parezcan, tienen sus heterogeneidades. Kennedy representó una de las tendencias o vertientes internas del imperio estadounidense: una que, marcada por un grado mayor de racionalidad —no de vocación de justicia— podría alargarle la existencia al sistema, y mejorar su maquillaje.

Le tocó dar cauce a la invasión mercenaria contra Cuba por Playa Girón y sus inmediaciones, un plan que él heredó de la anterior administración (se elude aquí hablar de republicanos y demócratas, porque en el fondo y hasta en superficies se igualan). Pero, luego de cargar con la humillante derrota de los invasores por parte del pueblo cubano, pensó en hallar caminos diferentes para relacionarse con la Revolución Cubana, que salió fortalecida.

De ahí que el presidente de los Estados Unidos se planteara la conveniencia de buscar modos de contemporizar con Cuba, manejos tácticos dirigidos a tratar de neutralizar su influencia revolucionaria en el conjunto de la América Latina y el Caribe, e incluso más allá. El imperio es, por naturaleza, criminal y pérfido, y con sus crímenes y perfidias puso en marcha o se replanteó —en la herencia de la falsa política de «buena vecindad», que ya antes había ensayado— falacias como la supuesta Alianza para el Progreso. Mientras tanto, seguía promoviendo golpes de estado militares y patrocinó un Plan Cóndor que desde hace unos años, luego del desprestigio del original, resurge a base de gorilas con levitas y maneras «civiles».

En el carro de tales ardides se montó quien no por casualidad reconocía el magisterio de Kennedy: el también pérfido Barack Obama, que jugó a parecer elegante y simpático, a conseguir que se le facilitara entrar como chistoso televisual en los hogares de Cuba, y a tratar de neutralizarla con titubeantes e incumplidos ofrecimientos de zanahorias. Simultáneamente reforzaba la ofensiva neoliberal en nuestra América y, de modo concreto, los afanes de asfixiar a Venezuela. Calculaba que ya el bloqueo había cumplido su función en el «ablandamiento artillero» de Cuba, y cínicamente se permitía calificarlo de inútil —después de tanto daño causado con él—, y tratar de que este país llegase a tenerlo como al «hombre honesto» que no era ni mientras dormía.

De hecho, seguía promoviendo guerras en el mundo, bombardeos genocidas y deportaciones de inmigrantes en cifras mayores que las acumuladas hasta hoy por el césar que despotrica contra su imagen, para imponer la imagen de la más brutal —y bruta— derecha. Pero tampoco Trump es una anomalía del sistema, por más razones que tengan sicólogos y siquiatras para considerarlo un enfermo mental. Su enfermedad es normal en un imperio que está medularmente enfermo, aunque disponga de recursos, y de cómplices, para perdurar quién sabe cuánto tiempo más.

A Kennedy —¿alguien ha probado lo contrario?— no lo mató ningún socialista o comunista, ningún representante de los sectores más pobres de su país, aletargados en las urgencias cotidianas del pan ganar y en las ambiciones generadas por el consumismo, la fiebre del tener y, en general, los espejismos de un «sueño estadounidense» que resulta cada vez más ostensiblemente falso: una pesadilla. Hablen de ello, si no, los estragos de la pandemia y del mal manejo con que se ha pretendido controlarla, maltusianamente si acaso.

A Kennedy lo mataron mentes y brazos de la extrema derecha mafiosa, el sostén más fuerte con que cuenta el patán Donald para hacer lo que hace. No hay que sorprenderse ante indicios de que lo apoya el mismísimo Ku Klux Klan. ¿No es el tal Trump un exponente del supremacismo y la crueldad racista de esa organización que, más que ser obsoleta, sigue siendo reflejo de lo más recóndito y dominante del país?

El patán asesino no fue electo por la mayoría del pueblo estadounidense. Ni siquiera tuvo más votos contables que la asesina a quien derrotó —manejos mediante de las leyes electorales del país— en las elecciones que lo alojaron en la Casa Blanca. Esas turbias leyes siguen cargando compromisos derivados de pactos hechos para unificar a la nación y que formalmente se aboliera una esclavitud que de distintos modos sigue hoy vigente —con los esclavos a la vieja usanza convertidos en esclavos modernos: obreros—, y ni siquiera tiene frenos explícitos en la Constitución que da continuidad a aquella que, como con estas o similares palabras denunció José Martí, se firmó sobre los hombros de los esclavos.

Las elecciones allí elevan a la presidencia a quien el sistema entienda que lo represente mejor y más orgánicamente. Quienes hayan querido verlo, lo habrán visto. ¿Alguien ha olvidado cómo llegó a la Casa Blanca un tipo tan estólido como George W. Bush, de quien otra voz puertorriqueña cercana a Carmen H. Santiago Negrón, Salvador Tió, tuvo el acierto de decir que Trump lo había convertido en estadista.

Para determinar quién es el presidente preferido están los intereses dominantes, como el mafioso complejo bélico militar. Y en todo eso cuenta el sistema con un poderío mediático de gran efectividad y desbordada capacidad para mentir y engañar. Uno de sus actuales voceros ha dicho, con la desfachatez propia de las fuerzas imperiales, que para mantener la supremacía de su nación sus defensores han sido educados en los oficios de mentir, robar y asesinar.

Aunque duela, no hay que extrañarse de que —a veces de un modo que puede resultar incomprensible o escalofriante— en los votos que tuvo y sigue teniendo de su lado el patán, abunden votos que vienen de sectores humildes. Nada de eso es ajeno a las prácticas, denunciadas por el propio Martí, con que los políticos de aquella nación y sus recursos propagandísticos manejan a la opinión pública como a una mula mansa y bellaca, no como a corcel de raza buena.

Frente al asesinato de Kennedy, y de otros —ocurridos o por ocurrir—, cabe pensar en lo que garantiza la permanencia del patán Donald en la Casa Blanca, y no ilusionarse demasiado con las «bondades» de quien pudiera sustituirlo si lo asesinaran, o si fuera derrotado en las próximas elecciones, aunque todo apunte a que sea preferible —o menos visiblemente horroroso— otro Kennedy, u otro Obama. De momento, y dadas las fuerzas dominantes, cuyo poder sería iluso pensar que durará poco, no hay mucho allí para escoger, si de buscar el bien se trata.

La Habana, 25 de abril de 2020

 

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